David Hockney (Bradford, Reino Unido, 1937) comparte con Jeff Koons el privilegio de ser el artista vivo más caro del mundo: en 2018, su cuadro «Pool With Two Figures» (1972) en el que un hombre con bañador blanco está nadando en una piscina, mientras otro completamente vestido, lo contempla, se vendió por 90.3 millones de dólares.

Como es bien conocido, a lo largo del tiempo ha realizado una obra ingente que incluye paisajes, numerosos retratos, escenografías e incluso montajes fotográficos. Aunque actualmente reside en Inglaterra, durante treinta años mantuvo su domicilio en California, convirtiéndose en el autor de numerosas obras en las que, también con pigmento acrílico, recreó su paisaje, incluyendo las casas unifamiliares acomodadas con amplias piscinas bajo un sol incandescente, así como la vida burguesa y sosegada de sus habitantes, mientras jugueteaba con sus bosques en superficies preciosistas, tal que si fueran partes constituyentes del propio Paraíso. A diferencia de la de Hopper, la pintura de Hockney no genera incertidumbre o inquietud. Para él (que ha difundido su apoyo hacia la tolerancia y la compresión del mundo homosexual), desplazarse desde Londres hasta Nueva York en 1961, supuso encontrase con un universo más libre, y cuando en 1964 llegó a California, se halló en el espacio en el que deseaba pintar: «Este sitio necesita su Piranesi –dijo-; Los Ángeles podría tener un Piranesi y ¡aquí estoy yo!» Claro, que ahora, pasado el tiempo y después de conocer y disfrutar su obra, es cuando nos podemos preguntar: ¿Qué quiso decir entonces? ¿Quería testimoniar el mundo que lo circundaba, o lo que proponía, era recrearlo?

En una visión apresurada, no podría haber una elaboración más divergente: Piranesi es monocromo, componía por medio de líneas y siempre imprimía en negro, cuidando hasta el virtuosismo las tonalidades grises intermedias. David Hockney es polícromo, brillante, utilizando con mucha frecuencia los colores planos. Entretanto el arquitecto Piranesi minimiza la presencia humana cambiando la escala de los monumentos para que las figuras parezcan casi hormigas a su lado, el maestro inglés, no solo realiza infinidad de deliciosas efigies de sus contemporáneos, sino que gusta reflejar los cuerpos a pleno sol o incluso inmersos placidamente en el agua.

Los vínculos de los artistas modernos con el arte clásico han sido a veces muy explícitos: recordemos los de Picasso, el Equipo Crónica o el propio Valdés, con Velázquez. Sin embargo en otros casos no fue así: ¿Quién iba a suponer hace tan solo unos años, que Jackson Pollock había realizado una serie de estudios sobre «La Resurrección», o «La oración en el huerto» de El Greco, sin haberlos visto, trabajando en apuntes sobre imágenes publicadas en los libros? Para Pollock, joven, los contornos negros de aquellas obras, eran sugerencias de imágenes llenas de vida y así los elegía y recreaba en series de dibujos concienzudamente concebidos.

Así las cosas: ¿Cómo comprender, pues, la afirmación y el reto que David Hockney se hace, al referirse a sí mismo como un moderno Piranesi, nada menos que en L.A.? Tenemos una oportunidad para reflexionar sobre ello en la muestra de grabados de Piranesi, actualmente en el Museo de Bellas Artes, perteneciente a la colección que la Real Academia de San Carlos adquirió en 1778 para completar la formación de los arquitectos en el seno del universo ilustrado.

Como es bien conocido, el grabado fue durante el XVIII el instrumento para la representación ajustada del conocimiento y la ciencia, de hecho, en la Encyclopédie de Diderot y d´Alembert, coincidente en el tiempo con la vida del creador veneciano, se incluyeron 3.129 estampaciones para explicar los procedimientos que se describían, incluidas –cómo no- las prácticas de las artes aplicadas o los instrumentos y las técnicas utilizadas en la cirugía.

Cabe recordar, ahora, que ambos artistas -aún separados por más de doscientos años- provienen, pues, de una cierta cultura objetiva: si bien Hockney, como Allen Jones, Richard Hamilton, Kitaj y otros, configuran una formulación de Pop-art inglés que, a diferencia del norteamericano, incluye elementos expresivos del sentimiento momentáneo, el arquitecto Piranesi 1720-1778 (del que solo se conoce una edificación: la iglesia de Santa María del Priorato en el Aventino de Roma) desde unas coordenadas distintas, procedía con frecuencia, de un modo semejante: «construyendo» espacios escenográficos de edificios imaginados con una verosimilitud que simula el detalle de la realidad, sin serlo. Mientras con una creatividad desbordante, David Hockney es capaz de presentarnos un enorme bosque precioso que nos parece encantado, Piranesi se atrevía a mostrarnos una supuesta «vista» del Campo de Marte, tal que si realizara un proyecto de ciencia ficción sobre la antigua Roma.

De esta suerte, no podemos descartar que cuando en 1964 Hockney se propuso a sí mismo como un «otro» Piranesi en California, pretendiera testimoniar y recrear al mismo tiempo, en un juego ilusionado por conformar una transformada realidad.

Hoy en día, situar a Piranesi -por su enorme habilidad- solo como un aguafuertista indiscutible, más que un error, sería una sustracción a sus enormes capacidades creativas; de ahí el debate siempre presente, entre si fue el final de la racionalidad arquitectónica o la puerta abierta a la imaginación. Sueño y evidencia; certidumbre y delirio: relámpagos de una inaudita luminosidad.