Cayó un tercer añico, se desplomó un tercer cacho, voló una tercera esquirla del archiconocido edificio valenciano. Fue un tercer movimiento, leve, sutil, sordo como el golpe de la escayola contra el suelo, en la sinfonía de la degradación arquitectónica del inmueble; degradación que no nos interesa tanto en sí misma cuanto en su carácter alegórico, simbólico, ilustrativo de otras degradaciones. Como la de los jardines, los parterres y los arriates de Valencia, por ejemplo, que se tornan selvas, matojos, espesura loca y maraña ratonera igual que la plaza del Ayuntamiento vino a ser un adefesio en su forma y un tapón automovilístico en su fondo; por no hablar del estrechamiento sobrevenido al calloncio de Colón y el que sobrevendrá —todo apunta en este sentido— al callorroncio de Ausiàs March. La incuria comunista o comunistoide, Midas inverso, depaupera lo que toca, y la ciudad recobra por momentos aquella pátina parda, cenicienta, negra como carbonilla de atasco —diésel en frío y al ralentí— que le dio la izquierda en los ochenta. Es el miasma pestilente que surge al mezclar el fiambre ideológico —la mugre política de la historia— con esa vulgaridad insolente de la masa rebelada y sin criterio que se lanza en pos del primer flautista que chifle pocilgones y libertinajes.

El descascarillamiento del edificio de marras alegoriza el descascarillamiento, la decadencia y la ruina de la ciudad entera. Demolerán la Valencia viva, comercial y turística en aras de la Valencia difunta, subterránea y arqueológica, lo mismo que se demolió la naranja y se demolerá el arroz, cargándolos de sobrecostes y sacándolos al ruedo en terrible desventaja. Falso historicismo y falso ecologismo —ése que llamamos en estas páginas, pocos días ha, y a falta de vocablo adecuado, «ecologisismo»—. Intereses disfrazados. Y mientras dura el paripé las humedades avanzan, ablandando yesos y pudriendo maderas, desmejorando, demacrando y desmigajando edificios como el espejismo del «reparto de todo» aniquila, pulveriza y esparce las muchedumbres al gélido viento leninista. El gentío teleadicto se pirra por la carnaza del autoengaño, y se deleita engullendo falacias como abortos y patrañas como eutanasias a cambio de librarse al instinto con el mínimo —que viene a ser ningún— remordimiento.

El susodicho inmueble vive sus horas más bajas, pero es alegoría, símbolo y prefiguración de otras horas, en otros órdenes, tan bajas o más. Uno recuerda sus días gloriosos, lo mucho que significó y la prestancia que tuvo, y se da cuenta de que su estado lamentable no acaba en las humedades, los desprendimientos y el peligro, sino que tiene reflejos, irisaciones múltiples que lo trascienden y se proyectan, se reproducen y reverberan por toda la ciudad. Valencia es él y él es Valencia, porque los dos padecen la misma dejadez y el mismo derrumbe, con una sola diferencia: que la ciudad ya fue sucia y gris antes de brillar y luego regresar, como ha regresado, al adocenamiento y la porquería, mientras que al edificio en cuestión la grisura y la fealdad le han llegado por vez primera. Valencia fue gris, pero él no; y por eso al agrisarse, al ajarse, al desportillarse nos trae a la mente desportillamientos y fealdades anteriores, ajenas pero próximas. En su degeneración arquitectónica está la degeneración política de Valencia, que ha vuelto, y la degeneración social, que nunca se fue. A la sociedad se le caen valores como al edificio paramentos, y este último fenómeno, que se ve a la legua, simboliza el primero, que se ve menos. Los crujidos y desperfectos del edificio material contienen, de alguna manera, los crujidos y desperfectos que la mala gestión política, el arbitrismo, la improvisación y el desmadre causan al edificio social.

El consabido inmueble ha sobrepasado el desvencijamiento para ser alegoría. Concentra en sí el deterioro de lo liberal y de lo productivo. Ni música, ni turismo, ni comercio, ni tráfico. Patinetes, embotellamientos y maremágnum. Chirridos, deformaciones, roturas, desprendimientos. Atraso y pobreza. Edificio y ciudad afantasmados en medio del desenfreno. Caos circulatorio. Batalla campal en la vía pública: en las calzadas y precalzadas, en las aceras y semiaceras, que son diversidad espuria, variedad forzada y, como la sobredicha ruina, también alegoría.