El incidente Carmen Mola me ha hecho recordar una anécdota de hace un par de lustros que ya conté en alguna red social: Cuando mi hijo Víctor tenía diez años yo publiqué mi primer libro. Adrián, que sólo tenía cinco, se dedicó a pintarrajear los cuadritos de la hermosa portada en cuanto abrí solemnemente la caja que mi editor me envió a casa. Como le eché la bronca y se lo quité de las manos, ya no manifestó mayor interés por mi poesía (y así hasta ahora). Pero Víctor sí mostró interés. Enseguida preguntó si nos haríamos ricos. Tuve que decirle la dolorosa verdad. Que nadie se hacía rico escribiendo poesía, que casi nadie compraba un libro de poesía, que –como mucho– a veces te darían las gracias si se lo regalabas. Él se quedó un rato pensando y me dijo: «Pues no sé por qué no escribes algo que le guste a mucha gente aunque no te guste a ti». Le dije que era muy importante para mí escribir lo que quisiera, que me daría vergüenza hacer otra cosa. «Pues te pones otro nombre y escribes con esa otra personalidad de lo que quiere la gente». «¿Y qué quiere la gente?», le pregunté, ya un poco intrigada. Me miró como quien gasta mucha paciencia con los tontos y me contestó con un rápido y ágil desdén: «Pues qué va a ser: tetas, amores y disgustos».

Si mi hijo, con diez años, ya tenía su opinión sobre qué quiere la gente, no sé por qué nos extrañamos tanto de que la tengan tres guionistas que saben muy bien de qué va el mundo. Han jugado sus cartas. Han puesto en evidencia cosas que ya eran muy evidentes: que un premio literario (no financiado con dinero público, además) quiere vender, y que para ello se elige lo adecuado en todos los aspectos. Que quien la recomendaba siendo mujer y ahora los defenestra por ser hombres tampoco está hablando de literatura, ni antes ni ahora. Han ganado. Enhorabuena.