Seguramente es un falso dilema y no tendrá mucho que ver con la situación de la mayoría de quienes emprenden, o trabajan por cuenta ajena, en este país. Pero en la Fundación Novaterra hemos querido escuchar, tras las arrolladoras consecuencias que ha dejado la pandemia, las voces que se han expresado desde las dos orillas: empresariado y trabajadores, sobre un posible diálogo con fines sociales. Ambas partes tienen la convicción de que incluir este concepto entre sus objetivos es positivo y no tiene porqué distraerles del rendimiento y del beneficio. Pero ven de manera diferente su aplicación concreta. Y más o menos hasta ahí llegan las concordancias. El resto de opiniones podríamos decir que son divergentes en casi todo.

Antonia se lanzó al emprendimiento antes de cumplir sus 20 años, cuando aún no se usaba la palabra en ese sentido. Se quedó el bar-restaurante de un familiar y, tras casi cuatro décadas, ahí sigue. Es escéptica acerca de que ambas partes, quienes mandan y quienes obedecen, puedan llegar a aproximar posturas, pero ella defiende que se moja porque trabaja como la primera. Podría haber cerrado y no lo hizo por mantener al máximo los puestos de trabajo. Para ello ha debido empeñarse en un crédito, algo que no había hecho nunca. Y de las ayudas de las administraciones públicas, pues casi mejor ni hablar porque, en su caso, no le han cubierto casi nada el susto de la pandemia.

Sergio labora desde hace un tiempo en una empresa de servicios y considera que las compañías deberían garantizar la participación de sus empleados. Un extremo que, en su experiencia, se ha incumplido en todos los lugares en los que ha trabajado. Cree, además, que no son quienes trabajan responsables de liderar las cuestiones relativas a la finalidad social de las empresas. Y lanza por la borda el mito de que las firmas con objetivos sociales mejoran las relaciones laborales. No lo comparte Laura, trabajadora en una compañía de saneamiento industrial, quien asevera que son muchas las acciones que se pueden realizar en materia de responsabilidad social corporativa desde el puesto de trabajo. Además, reivindica una mayor implicación de la parte laboral para que sus propuestas, por lo menos, las escuchen arriba. Y, como Sergio, no duda en afirmar que les perjudican mucho más las crisis que al empresariado.

A Arnau, las circunstancias familiares le hicieron tomar las riendas de un boyante negocio hortícola que ha sobrevivido a varias generaciones. De los centenares de empleados de hace un tiempo no pasan ahora de 15. Y está convencido que la cuenta de resultados no lo es todo. Se ha dado cuenta de que tratar de intervenir en la sociedad con objetivos sociales es una buena y rentable idea. Se trata, sostiene Arnau, de huir del veneno del día a día, es decir, evitar vicios y malas costumbres adquiridas. Y aporta una clave: la innovación. Que él define como hacer lo que conviene en cada momento y no lo que se ha hecho siempre. También existe una innovación ‘social’ que se concreta en información, participación y consulta de todos los agentes en la empresa.

María, dependienta en un pequeño comercio, defiende que la pandemia no va a alterar el estado de las relaciones laborales. Porque, de hecho, el sistema de protección para el empleo nunca ha sido tan garantista como durante esta urgencia sanitaria. Y pone el ejemplo del mecanismo de los ERTE sin necesidad de cotizaciones previas. Sí sospecha, porque no ha estado en ninguna de ese tipo, que en las empresas con fines sociales el trato laboral es más humano. Finalmente, Pepe es otro de esos emprendedores que empezó con 14 años y ya ha cumplido los 60. Dejó su primer trabajo para lanzar su propia firma de instrumentos de percusión. Es más radical cuando sentencia que una empresa sin fines sociales no será nunca una verdadera empresa. Pero en todos estos años no ha podido armonizar su melodía con la de quienes contrata. Hay demasiadas notas que desafinan en ese imaginario pentagrama en el que se ha convertido, en su opinión, el régimen laboral.

Puede que no podamos ofrecer, con este pequeño trabajo de campo, unas grandes conclusiones. Pero sí obtener algunas lecciones: las empresas son gestoras de su propio éxito, y también, de sus fracasos. La capacidad estratégica tiene que aparecer por la posibilidad de adaptación a las nuevas circunstancias. El avance decisivo es que este cambio en participación y democracia en la empresa se haga, si se quiere como consecuencia de la crisis, pero también de forma sistemática. La empresa, como agente dinámico de la sociedad, transforma el entorno y es parte de su solución y no al contrario, como dicta el sambenito. Pero sin la participación de quienes trabajan, la empresa no avanza. Para conseguir que ganen todos es fundamental una actitud: la confianza.