Nadie cuestionará que la sociedad en la que vivimos está profundamente articulada por una compleja serie de códigos de símbolos que requieren un aprendizaje cultural. El espacio gobernado por el Ministerio de Educación ha sido puesto en función de facilitar el acceso a la educación para que las personas lleguen a dominar esos códigos que harán posible su inserción social y el diseño de sus proyectos. Éstos deberán materializarse en un contexto social caracterizado por ser altamente inestable y en el que tanto la diversificación como la expansión de distintas tecnologías han otorgado la primacía o, al menos, una especial importancia a la evaluación de los riesgos al definir sus distintos proyectos.

Las gentes, con mayor o menor clarividencia, han asumido esta compleja situación y la han ligado a la formación y al rendimiento escolar. Por ello, la obtención de mejores rendimientos es tan decisiva que, buscando el éxito escolar, muchos justifican la segregación sin más. Al asumir esta idea no se presta atención a los costes sociales de esa segregación ni a los valores que esa segregación ampara. Las clases medias han pasado a entender como un valor la ‘competitividad’ en educación y sobre el principio de la elección de centro por parte de los padres se articula un dispositivo de autoselección que no siempre ha sido adecuadamente valorado por movimientos sociales. Así, los centros pasan a verse socialmente diferenciados y los padres han tomado conciencia de que un centro ya es un medio social de incorporación al sistema social que va a condicionar no sólo el aprendizaje, sino las posibles opciones de futuro de sus hijos. Nuestro presente asume la existencia de escuelas animadas por la búsqueda y captación de los ‘mejores’, de la imagen de excelencia, del rechazo de los menos brillantes, del culto al rendimiento y del abandono o reubicación/marginación de los alumnos que no sirven a una imagen de éxito y triunfo que todo centro precisa para subsistir en nuestra sociedad. Les ahorro los detalles, los datos.

En este contexto, nuestra Conselleria de Educación y la ley Celáa parecen proponernos mediante un atajo el retorno a la Ley de Educación del 70, artículo 19.3: «Aquellos alumnos que sin requerir una educación especial, no alcanzasen una evaluación satisfactoria al final de cada curso pasarán al siguiente, pero deberán seguir las enseñanzas complementarias de recuperación». Todos sabemos lo que dio de sí este panglosiano sistema al que se retorna de hecho con fervor y que parece haber ganado la inteligencia de los dirigentes de la confederación de padres y madres. No se precisan más comentarios. Hoy, frente a los deseos de la administración educativa, sólo cabe esperar que las juntas de evaluación no ejecuten esa política, no favorezcan la promoción de curso sin preparación y, por el contrario, exijan un proyecto educativo que, en verdad atienda la diversidad que si bien es costosa, tiene unos grandes beneficios sociales, pues la buena educación evita grupos de marginación, cuyo coste social está siendo muy relevante.