Hace unas semanas conocimos unos documentos que publicó ‘The Wall Street Journal’ que deberían haber tenido consecuencias aunque todo, a día de hoy, sigue igual. Ninguna protesta, ninguna manifestación en contra o reacción institucional y política que tuviera en cuenta lo que ahí se decía. A finales de 2019 y principios del 2020, en pleno confinamiento mundial, Instagram realizó un informe sobre los peligros de esta red social que está alterando y cambiando la comunicación de millones de personas, sobre todo, adolescentes y jóvenes. Sus conclusiones son tremendas porque sus mismos creadores determinan que la red social resulta especialmente dañina para quienes la usan con más frecuencia: «Agravamos los problemas de imagen corporal de una de cada tres mujeres. Un 13 % de las usuarias británicas y un 6 % de las estadounidenses achacan a la red social sus pensamientos suicidas». Y añaden: «Las chicas nos dicen que no les gusta la cantidad de tiempo que pasan en la app, pero sienten que tienen que aparecer ahí».

Estas conclusiones no proceden de un grupo que esté en contra de las redes sociales, sino que tiene su origen en los mismos creadores y que dejaron durmiendo y levitando en un cajón. Y aquí está la gravedad del asunto. Facebook, la empresa responsable que maneja las fotos con comentarios, silenció estas afirmaciones para que los datos concluyentes no vieran la luz. Y si rizamos el rizo, su creador y presidente, Mark Zuckerberg, afirmó ante el Congreso de Estados Unidos en marzo pasado: «Usar redes sociales para conectar con otras personas puede tener beneficios para la salud mental». Estas palabras se hicieron siendo conocedor del informe de los creadores de Instagram. ¿Alguien ha dicho algo? ¿Somos conscientes de la realidad y de la influencia de las redes sociales en personas de 12 a 18 años? Como docente, es uno de los temas que más trato con ellos y, sobre todo, ellas me explican que la presión es enorme por los cánones de belleza. Anhelan algo que se refleja a través de una pantalla, que no es real, donde se muestra siempre lo positivo y lo agradable, sin conocer la verdadera intrahistoria, como diría Unamuno, que hay detrás.

Todo ello se está agravando por las consecuencias emocionales y psicológicas de la pandemia. Un estudio reciente de la revista ‘The lancet’ estima que los casos de depresión y ansiedad han aumentado un 28 % y un 26 % respectivamente, es decir, en 2020 se produjeron 53 millones de trastornos depresivos y 76 millones de diagnósticos de ansiedad. Los grupos de edad más afectados son mujeres y las personas jóvenes. Éstos son, precisamente, los usuarios a los que se dirige el informe silenciado de Instagram.

Ahora bien, estamos ante la epidemia del siglo XXI. No seré yo quien niegue las virtudes extraordinarias de las redes sociales. El lastre y el daño que está produciendo su mal uso va a generar nuevos problemas emocionales que se van a trasladar a la familia, a la escuela y al mundo laboral, ya que se está gestando una nueva sociedad del ‘clic’ y del ‘like’ que hace de la imagen y la apariencia su nueva religión. Los problemas personales y sociales no se resuelven a través de la digitalización, sino desde el contacto humano, la escucha, el compromiso y el cariño. Pero nos enfrentamos a un gigante invisible que todos necesitamos.

Cuando hace unos días cayeron los servicios de Facebook, WhatsApp e Instagram durante 6 horas afectando a más de 3.500 millones de personas, fue la prueba de que los magnates de internet tienen en sus manos una parte importante de nuestra vida cotidiana y diaria. Si dependemos de ellos, ¿desde qué instancias podemos alertar con efectividad e influencia de todos los peligros que se derivan de estos gigantes tecnológicos? Se han convertido en los actores económicos sistémicos imprescindibles. Por eso mismo necesitamos crear sinergias e iniciativas colaborativas entre todas las instancias de la sociedad. No estamos ante un informe más; estamos ante un informe que posibilita una nueva deshumanización que nos haga olvidar que las personas somos una realidad necesitada de amor y contacto desde la presencia física y objetiva de nuestra vida. ¿Todavía existen razones para no hacerlo?