Con los confinamientos y todo el periodo posterior al que nos abocó la pandemia de la covid-19 se pusieron en evidencia muchas cosas.

Afloró de nuevo la conciencia colectiva de que los servicios públicos eran útiles, necesarios e imprescindibles. Que muchos trabajos se mostraron como lo que son: esenciales. Y que la ciencia es la verdadera gran baza de la humanidad para hacer frente a los desafíos que nuestra existencia tiene por delante.

También, que un número importante de puestos de trabajo se pueden desempeñar con plena eficacia mediante el teletrabajo: con carácter temporal o de manera permanente con coordinación presencial ocasional con la empresa. Se puso en evidencia que el presentismo generalizado, la norma común hasta ese momento, no era garantía ni de productividad, ni de eficacia laboral; el teletrabajo ha logrado salvar muchos empleos y mantener niveles de rentabilidad que habrían resultado imposibles en estas circunstancias.

En 2019, con la pandemia y el decreto de alarma, el número de personas empleadas desplazadas de la oficina a sus hogares superó los 3,5 millones en el segundo trimestre. A cierre de 2020, el total de teletrabajadores se redujo hasta los 2,86 millones y aún así, supuso un incremento interanual de un 74,2 %. 

Estos hechos relacionados con el teletrabajo -incluida la aprobación exprés de una norma para regular el trabajo a distancia y favorecer la conciliación- no llega, sin embargo, al nivel de inserción que este modelo laboral ha logrado en los países vecinos. Y es que la proporción de teletrabajadores dentro del total de ocupados en España se sitúa en el 14,5 % frente al 21,5 % de media de la Unión Europea y relega al país al puesto 16 de 22.

Países que siempre son referidos como ejemplo sitúan el teletrabajo en niveles muy altos: Suecia y Holanda son los únicos dos países europeos en los que el teletrabajo aplica entre más del 40 % de los ocupados, con un 40,9 % y 40,1 % respectivamente.

Ahora, cuando el nivel de vacunación y la prudencia instalada como norma de comportamiento nos abocan a una normalidad poco a poco recuperada, también vuelven los viejos esquemas de funcionamiento laboral a imponerse. Parece que no seamos capaces de incorporar lecciones aprendidas, tan importantes como adaptar la fórmula del teletrabajo a lo cuotidiano.

Empresarios, gerentes y políticos recuperan obsesivamente el presentismo como única fórmula válida para garantizar un funcionamiento ‘normalizado’ de los puestos de trabajo. Incapaces de superar los viejos esquemas porque nunca se creyeron las teorías de la psicología social y de empresa sobre la necesidad de cuidar al ‘cliente interno’ con políticas de motivación e incentivos que generen un clima laboral favorecedor de una mayor productividad y eficacia.

Y así, en este marco, vemos cómo en las administraciones locales se paraliza la negociación de acuerdos y protocolos de implementación del teletrabajo o se dejan sin efecto los que venían funcionando, sin valorar conjuntamente con la representación sindical en que áreas convendría mantener un sistema mixto o permanente, qué fórmulas deberían aplicarse para garantizar la utilidad del teletrabajo en el ámbito de la conciliación familiar y laboral, etcétera.

Y de nuevo, se impone el presentismo como única fórmula de realización de las tareas en todos los puestos de trabajo, imponiéndose frente a otras fórmulas que se han demostrado compatibles e incluso más productivas y eficaces.