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Jaime Roch 01

Ser de Morante

Verlo torear es entender el valor de los símbolos que aspiran a sobrevivir al tiempo y eso no hay bono cultural que lo pague

Morante de la Puebla, momentos antes de hacer el paseíllo en la Maestranza de Sevilla

Ser de Morante implica entender que la belleza siempre es el resultado de una transgresión, de una evolución, gracias al impulso demiúrgico de un don. Que la belleza nunca es inocente porque casi siempre es auténtica y que el espectáculo de la inteligencia también requiere esfuerzo físico, valor, entrega. Ser de Morante es apreciar que el arte es uno de los mayores catalizadores de la vida.

Por eso, verlo torear es despeñarse por el delirio. Es que te estalle en la cara la misma luz viva de La Anunciación, de Fra Angélico, gracias al toreo.

Hacer su tauromaquia soluble en palabras es casi un sacrilegio. Pero las verónicas de Morante tienen la carga de profundidad de un dulce envoltorio de rimas de Bécquer y en sus muletazos hay tanto músculo pictórico que caben Las tres Gracias de Rubens, Los Apóstoles del Greco o Las señoritas de Aviñón de Picasso. Una miscelánea de movimientos histórico-artísticos concentrados en él.

Su toreo golpea contra las paredes del tiempo y del espacio. El volumen escultórico de su expresión, de carácter monumental, y su madurez creativa sobresaliente han marcado la diferencia este 2021. Nadie ha toreado mejor que él tan seguido. ¿La regularidad en un torero artista es posible? Morante ha sido el ejemplo frente a los toros de Miura, los de Prieto de la Cal, los de Ana Romero, La Quinta o los de Juan Pedro Domecq.

Y el Premio Nacional de Tauromaquia que le han concedido esta semana -la única subvención que el Gobierno central destina al toreo- ha sido el broche justo a un año inolvidable. El torero sevillano ha donado los 30.000 euros del galardón a la residencia Casa Misericordia de Pamplona, que ha bajado sus ingresos por la falta de corridas de toros en la capital navarra.

Pero lo que el artista de la Puebla del Río ha buscado esta temporada es el toreo en estado puro, que no tiene nada que ver con la perfección torera, claro, sino con que su toreo caudaloso se exprese a sí mismo. Y con el sabor efluvio de todas las tauromaquias antiguas dentro de él. Desde Lagartijo a Frascuelo, de Gallito a Belmonte, de Chicuelo a Cagancho, de Pepe Luis Vázquez a Curro Romero.

El artista de la Puebla del Río ha buscado esta temporada el toreo en estado puro

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Su elegancia, inamovible, como tallada en mármol, se ha convertido en objeto de comentarios entre poetas. Y su geometría, con la misma rigurosa composición triangular que Velázquez logra con su Cristo crucificado, ha enamorado definitivamente.

Nietzsche aconsejaba filosofar a partir del cuerpo y Juan Belmonte, el padre del toreo moderno que viajaba con las maletas llenas de libros, acuñó la frase de que «para torear bien hay que olvidarse del cuerpo». Y eso ha hecho Morante, como si en mitad de la faena, el tiempo se dilatase y un detalle minúsculo resaltase igual que uno de extraordinaria magnitud gracias a su ritmo de terciopelo.

Porque dentro de su alma está el idioma del toreo como dentro de un reloj de pared está el tiempo. Sus muñecas son las agujas capaces de dormirlo, musicarlo, eternizarlo. Y sin perder esa sonrisa de Gioconda cada vez que triunfaba ni esa hambre juvenil en un diestro que cumplirá 25 años de alternativa en 2022.

Él vive del asombro que genera y la Maestranza vio la obra más compleja y enigmática que ha realizado gracias a su ambición dramática, a su audacia compositiva y a una intensa carga emocional. Morante, como un paso de la Madrugá, se ha convertido en un estereotipo devocional de la historia del toreo y Sevilla.

Por eso, ser de Morante es entender el valor de los símbolos que aspiran a sobrevivir al tiempo. Y eso no hay bono cultural que lo pague.

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