Vida y muerte son la cara y la cruz de una misma moneda. Es importante cargar con nuestras cruces y charlar alguna vez con la muerte. Todas las culturas lo saben.

De un lado a otro de los mares, todas las costumbres han viajado, cambiando para mantenerse y seguir consolándonos de la provisionalidad que rige nuestra vida: siempre pasa 'in ictu oculi' aunque dure cien años. No sabemos cuánto nos queda aquí ni si hay un después, pero sabemos que a esta vida hemos venido a perderlo todo y que noviembre y un largo invierno por delante siempre nos lo recuerdan.

Ahora que los niños están fascinados por las 'nuevas costumbres', (qué oxímoron tan poético, si se para uno a pensarlo) y las madres se convierten en frívolas Morticias, no es extraño oír lamentos del tipo: «¡No es una tradición nuestra, no es una tradición nuestra!». A mí me gustan el Tenorio y sus congojas, recuerdo aquellos teatros televisivos de mi infancia en los que cada año regresaba don Juan, tan fantasma, tan seductor, moviendo sombras sobre las luces que mi abuela encendía por las almas que se fueron… pero echo más de menos disfrazarme con mis hijos, llenar la casa de chuches escondidas, ponernos alguna película de jóvenes vampiros y que se me durmieran en el sofá, uno a cada lado, bien apretadicos. A Halloween le encuentro un estilo ochentero, alegre y dulce, como mi juventud. Gótico como una peli de miedo de serie B de las que tanto disfruto a veces, magistral como una enorme fiesta de cumpleaños donde se habla de la muerte.

Qué le ha pasado a mi generación, que ya parecemos viejos de antes, y nos hemos vuelto tan puristas y tan guardaesencias para unas cosas mientras nos hemos dejado arrebatar otras como si no hubiera un mañana. Cascarrabias e ineficaces. Sin acritud os lo digo, con la mano en la peluca de Morticia os lo digo.