Plutarco escribe en ‘Vidas paralelas’ que Arquímedes afirmó que con una fuerza, a modo de palanca, podía mover cualquier peso: dadme un punto de apoyo y moveré la Tierra, cuentan que decía.

Este punto de apoyo ya lo tenemos y disponemos de él: se llama energía que, en griego, significaba fuerza actuante. Cualquier cosa puede ser transformada en otra si se dispone de la suficiente energía. Es lo que hacen, por ejemplo, las plantas, que captan CO2 y lo transforman en hidratos de carbono, grasas, proteínas, etcétera, gracias a la energía del sol. Y de las plantas dependemos los animales cuyas células tienen pequeñas centrales térmicas (las mitocondrias) que obtienen la energía en forma de ATP para la transformación de sustancias, movimiento, cognición, homeotermia, etcétera.

Ahora se está poniendo la energía a un precio elevado; y con ella, la posibilidad de transformación, por el aumento de los costes. Hay plantas industriales que están parando por la carestía. Queremos una energía verde, que no emita CO2: nadie se opone a esa posibilidad siempre y cuando pueda ser compensada. Pero no lo es de momento; y éste es el problema. La energía obtenida por métodos no emisores de CO2 -las renovables- no es constante, no se puede articular adecuadamente porque no siempre hace viento (aerogeneradores) o sol (la fotovoltaica: por la noche, es evidente que no puede funcionar). Además, o se almacena o se disipa. Y el almacenaje es complicado y caro. Ahora se está probando la conversión del exceso de renovables en hidrógeno; pero es un elemento muy ligero y además explosivo en contacto con el oxígeno, con el que puede combinarse para obtener calor y agua como residuo. Nuevamente, nos encontramos con un hito que la tecnología está intentando lograr.

Nos ha pillado el toro por el encarecimiento del gas y de los combustibles fósiles, y del canon de la emisión de CO2. Y me da la impresión de que algo también tiene que ver con la imprevisión. La solución no es sencilla y nos vemos cizallados entre las pinzas de un desiderátum -energía verde- y de energía barata: imposible en estos momentos.

Físicos e ingenieros tienen en sus manos la solución, así como los médicos la salud. Es hora de que hablen con más contundencia y administren soluciones para controlar la situación. Claro que no es una cosa que se haga de la noche a la mañana: se necesita conocimiento e innovación y eso no se improvisa.

Nadie desea tampoco regresar a modos de vida que tuvieron nuestros abuelos. Necesitamos más energía, pues la robotización, el ‘big data’, los vehículos eléctricos, etcétera, requieren de un uso progresivo de energía. Eso, o bien descolgarnos, es decir pasar frío en invierno y calor en verano, usar menos maquinaria, lavar a mano, etcétera, porque el coste energético comienza a ser inasumible en muchos hogares.

Nuestra civilización está basada en el uso intensivo de la energía. Eso requiere de otras perspectivas y replantearse el modo de obtención de una energía barata y asequible. No queremos centrales nucleares; pero entonces, tendremos que quemar carbón, o gas natural, o combustibles fósiles que generan CO2; pero si tampoco queremos eso, nos encontramos en una encrucijada.

La energía se está volviendo cara y costosa. Sin dejar de aplicar los adelantos tecnológicos y, mientras no se pueda transitar totalmente de una energía obtenida por los combustibles fósiles a una energía verde (y competitiva), tendremos que mantener este doble vaivén, combinando ambos tipos energéticos. Otra posibilidad es instalar más centrales nucleares, que es la energía más barata de costear, si quitamos la hidroeléctrica que depende del agua contenida en nuestros pantanos. Pero esto choca con el deseo de los ciudadanos de dejar de lado la energía nuclear, después de los accidentes de Chernóbil (1986) y Fukushima (2011).

Dicho lo cual, ahora corresponde tomar decisiones. La descarbonización es un deseo con cierta necesidad, pues el cambio climático lo reclama. Además, será difícil lograr los objetivos señalados en las diversas cumbres del clima que estos días se revisarán en la COP26 que se celebra en Glasgow. La finalidad de estas reuniones es poner a todos los países a revisar y aplicar los distintos acuerdos, especialmente el de París de 2015, en el que se establecía una reducción de la emisión del CO2 del 45 % para 2030; y una descarbonización total (0 % emisiones de CO2, o bien neutralización de las emisiones de CO2) para 2050. De este modo, según las previsiones de los climatólogos, el aumento de la temperatura a nivel global no subiría más de 1,5º C a final de siglo; y se evitarían las posibles contingencias que un aumento mayor -ahora mismo estimada por la ONU en 2,7º C- podría producir en el planeta: inundaciones, sequías, olas de calor, derretimiento de los hielos polares, subida del nivel del mar, extinción de especies...

Con este marco de colaboración, las naciones desarrolladas firmantes están comprometidas a ayudar a los países emergentes en la transición energética ecológica, para lo que han de compensar abonando el canon de emisión de CO2 a los países pobres (100.000 millones de dólares anuales, a los que aún no se llega y que se acordó en 2009).

Lo que vaya a pasar, en estos momentos, es una incógnita; pero tal como se están poniendo las cosas, no considero que se llegue mucho más que a lo expresado como un desiderátum, es decir a los acuerdos de París, con elementos de retardación de los objetivos. Muchos países que dependen del gas natural, del petróleo o del carbón (por compra o venta) no están, por unas u otras razones, a favor de limitar su desarrollo en pro de un beneficio que, aunque previsible, está por ver; y máxime en cada rincón del planeta. Porque una cosa es que el aumento de la temperatura pueda traer consecuencias negativas y otra es que me afecte a mí. Ahí aquí un egoísmo de los gobiernos (y de sus naciones) que ven cómo si siguen esta línea a rajatabla puede perturbar y limitar la vida de sus ciudadanos y la influencia geoestratégica; y hacer peligrar sus poltronas. La subida de la luz es una muestra.

Porque no es lo mismo un daño a futuro que un daño presente. Somos así. Ande yo caliente y ríase la gente.