Con Nick Hornby y Rafa Lahuerta siempre estaremos en deuda por saber reflejar en sus fiebres y baladas la íntima relación, tan difícil de descodificar, de cada hincha con su club. Las fases de militancia más enardecida, los periodos de distanciamiento en los que parece que se diluya una banda sonora familiar, que determina nuestros pasos y costumbres, que nos hermana a todos un poco por más que se viva en Islington o se peregrine a la acequia de Mestalla. Esa convivencia por la que instauras manías invisibles y absurdas como, qué sé yo, pasar cada noche de regreso del trabajo por el estadio. Aunque no sea la ruta más rápida ni recta, aunque haya más semáforos y la ciudad esté desértica.

En el trayecto imperfecto de cada pequeña historia individual asociada a unos colores hay coordenadas sagradas, pequeñas victorias que resisten ante todo. Verdades a las que vuelves cuando todo alrededor de tu club es confuso y mandan el interés y el ruido. En este Valencia que con tanto esfuerzo convoca al desarraigo yo vuelvo a una metáfora interna, la del cromo de Quique Sánchez Flores. Años 80. Como todo chaval de la época, coleccionaba los cromos de LaLiga con una asignación diaria que no superaba el goteo de las cinco pesetas. Con una parsimonia como la de Fernando para elegir un pase que siempre era acertado, mi hermano y yo íbamos completando los huecos en el álbum. Por más que rogásemos a mi padre que, como a los otros compañeros de clase, nos diese veinte pavos con los que asaltar la banca, el ritmo no se incrementaba. Es probable que la casa de cromos tuviese como estrategia comercial repartir muy pocos ejemplares de algunos jugadores en concreto, futbolistas que escaseaban hasta en el mercado negro de la Plaça Redona. Uno de ellos era Quique, un lateral gitano que subía la banda como los brasileños, el ahijado de Di Stefano, sobrino de Lola Flores, inevitablemente artista, valencianista de cuna a pesar de nacer en Madrid. Aquel cromo que nadie en el barrio ni en el colegio tenía nos tocó a nosotros. Hubo jugosas ofertas (tipo una veintena de cromos repes a cambio), y algún intento de robo en el recreo subsanado con las aprovechables lecciones de judo. La tentación de un trueque ventajoso era altísima, pero mi padre nos advirtió muy claramente que era nuestro, de nadie más, que nunca nos desprendiésemos de él. Le hicimos caso al final, no sin cierto disgusto. Nos quedamos lejos de completar el álbum, pero con el tiempo supe que habíamos recibido una lección de fidelidad y orgullo.

Y con el recuerdo de un cromo como símbolo de resistencia que no alcanza a cambiar nada, continúo siguiendo al Valencia. Aunque no exista la garantía de que Gayà o Soler lleguen a ser un «one club man», aunque no se vaya siempre a Europa o haya un traspaso accionarial, aunque el club amague con cruzar una última frontera con el objetivo imposible de querer silenciar el espíritu crítico de una grada soberana, centenaria, familiar.