Por estas fechas, ya iniciado el mes de noviembre, con el cambio de hora ajustado en el reloj, cambio que, obviamente, provoca que anochezca antes -alteración que me encanta, y creo que soy el único de este país a quien le gusta-, es cuando echo el freno a los visionados rutinarios de series y películas y activo el ritual para reencontrarme con tres filmes antes de que me pille la Navidad. Una de esas películas es ‘Plácido’. Un día, quizá, diré cuáles son las otras dos.

‘Plácido’ y yo

El título de Berlanga me lanza un mensaje demoledor, para bien. Arrollador, no lo puedo detener. No es por ese planteamiento sesudo de lo que estos meses se habla y escribe sobre el discurso del filme en coincidencia con el aniversario del cineasta valenciano, lo mío es de vuelo más rasante. Sería absurdo por mi parte, por sabido, señalar que ‘Plácido’ compitió con Bergman por el Oscar, o que ‘Plácido’ es una obra maestra de las secuencias cruzadas, del empleo del contrapunto, con sus pequeñas subhistorias que fluyen al mismo tiempo sin perturbarse. También que en el guion anda el inefable Rafael Azcona, o que Berlanga se valió de un plantel de actores y actrices alucinante: no hay uno que flojee en esta cinta de 1961, que es para mí, con ‘El verdugo’, la mejor de su filmografía, y conste, además, que no soy devoto de todas sus películas.

No quiero hablar de eso, quiero precisar cómo ya desde los primeros fotogramas, con el motocarro y la estrella balanceándose, con Plácido Alonso y Gabino Quintanilla («el hijo del dueño de la serrería»), quienes se dirigen a los lavabos públicos, donde trabaja Emilia, sé que voy a experimentar un desatado torbellino de emociones. Siempre me ocurre. Cada nueva revisión me zarandea, me aporta imprevista energía, me hace crecer por dentro. Hay algo en ese filme que logra retrotraerme a mi infancia con una velocidad de vértigo. Es cosa, considero, que pellizca en el imaginario colectivo de mi generación.

Y es curioso, ya que no soy de donde simula que transcurre la trama ni de donde se filmó en verdad, Manresa, fingiendo otro espacio repleto de señales castellanas. Tampoco pertenezco con exactitud a ese tiempo mediocre y radicalmente provinciano que nos muestra, pero hay vínculos, digamos reflejos, que invitan a reconocerme en esas viviendas y en esas calles, estas tan suavemente neorrealistas, por las que circula el filme. Las casas pequeñoburguesas y cálidas, ordenadas, como lo son la de la organizadora del evento, esa otra en la que muere el pobre pobre, o la del odontólogo, con esas hermanas espeluznantes y ese perro sentado a la mesa que come turrón. Añadamos a estas la paupérrima de Concheta, y, la última, la de Plácido, a las afueras, tan proletaria y despintada.

¿De dónde procede, pues, esa empatía mía? Creo, tras reflexionarlo con profundidad, que del frío.

Me reconozco en el frío de los urinarios donde trabaja Emilia. En el frío del garito del jefe de estación donde la comitiva aguarda, mientras trinchan un muslo de pollo (Gabino lo trocea sin quitarse los guantes y se lo ofrece a su futura suegra), a que lleguen las artistas de Madrid. El frío que envuelve la procesión casi circense en esa pequeña ciudad neblinosa. En ese frío cuando bajan en volandas el cadáver del pobre por la escalera como un guiñapo. El frío en la casa de Concheta, donde queda la mujer con el muerto y se consuela, mientras llora, mordisqueando un salchichón.

Pero especialmente es el frío, más gélido aún si cabe, que percibimos en la humilde casa de Plácido, donde por fin arriba la familia (abuelo con bufanda incluido) ese día inenarrable de Nochebuena, y donde sentimos un frío físico, profundo, un frío que no se frena en la ropa ni en la piel, un frío que va más allá de los cuerpos, esa sensación de frío justo cuando suena el villancico que funciona a modo de epílogo. Es el frío violento y lacerante de la miseria.