Todo transcurre mientras tanto. Nuestras vidas están llenas de ellos pues se colman con el tiempo que transcurre hasta que llega lo que deseamos, esperamos, impacientamos… En realidad, vivimos a plazos y es que, aunque nuestra existencia parezca transcurrir como de una sola vez, como aquel río del que nos hablara Heráclito, eso es solo una percepción, la impresión de quien mira desde fuera sin poder o saber observar.

Estamos hechos de ‘mientrastantos’ que no son sino espacios que otorgamos a la ilusión y la esperanza, sin las que el pasar de las horas y los días actuaría sobre nosotros como pequeñas agresiones que, acumuladas como los sedimentos de un collado no harían sino aprisionarnos y apisonarnos. Nos defendemos del miedo, del tedio, de la cobardía y el espanto con nuestros mientras tanto, esos que nos auxilian y que, al ofrecer un tiempo de luz regalado, saben a fortaleza y alegría.

No obstante, se hace preciso que entre esos ‘mientras tanto’ una pizca de realidad sustente los andamios de optimismo para no incurrir en una ensoñación sin conexión alguna con lo posible, ensoñación que a algunos lleva a inventar retazos y relatos de vida nunca existidos. Necesitamos saber esperar y fabular pues ambas acciones no solo son del todo aconsejables sino inevitables e insustituibles, nada puede reemplazarlas, pero hemos de aprender a hacerlo mirando a lo lejos poniendo a la vez lo ojos en lo que de cerca ocurre.

No podemos perder de vista, porque perder de vista es perder pie, es tropezar, caerse y quizás hundirse. En el humano sueño del que con tanta sabiduría se ocupara ya Calderón no podemos confundir vislumbrar con inventar. De hacerlo corremos el riesgo de incurrir en eso que uno de mis poetas predilectos, Eugenio Montejo, también teme: que «el tiempo afile su hacha de seda», bien sea por su inexorable paso, bien por la propia mentira y autoengaño. En todo caso, si gracias a esta referencia deciden leerlo y conocerlo –no hay tiempo mejor invertido en un domingo que el entregado a la lectura–, me atrevo a aconsejarles que empiecen por ‘El hacha de seda’. Pero no se dejen engañar por el seudónimo, Tomás Linden, al que Montejo, verdadero y único autor, tuvo la maravillosa osadía de inventar una dicha y una vida.

Pero volvamos a nuestro primer asunto. En una de sus obras más conocidas, ‘Un tranvía llamado deseo’, Tennessee Williams ponía en boca de Blanche Dubois, uno de sus personajes, estas lapidarias palabras: «Lo más opuesto a la muerte es el deseo». No pretendo enmendar una frase que suena a verso casi inmortal, sin embargo, mucho menos brillante que Williams, para mí tengo que, más que el deseo, es la ilusión y la esperanza de él y de todo lo que con mayor persistencia y fe se enfrenta y desmiente a la muerte.