En ocasiones, las palabras son reveladoras de los pensamientos más profundos de las personas. Ese es el caso de las palabras vertidas por unos y otros a propósito de la reciente sentencia del Tribunal Supremo que condena al diputado de Unidas Podemos Alberto Rodríguez. Los letrados del Congreso no mostraron la independencia que debería exigírseles, pues aunque no conocemos el informe no se comprende cómo es posible que funcionarios de ese nivel pudieran considerar que la pena de inhabilitación se esfumara por permitirle al diputado en cuestión convalidar la pena de privación de libertad por una multa. La Mesa del Congreso acogió sin más la tesis de los letrados y una vez más se observó que el PSOE había sido presionado por su socio de legislatura. Fue necesaria la intervención del Supremo para que la presidenta del Congreso actuara como debía haber hecho desde un principio, dando cumplimiento a la sentencia.

En tropel, miembros de Unidas Podemos en el Gobierno y en el Congreso lanzaron todo tipo de improperios contra el Supremo confundiendo la división de poderes, en la que no creen, con la pretendida incomunicación entre los poderes del Estado. Los jueces, según Unidas Podemos, no podrían juzgar a los parlamentarios elegidos por el pueblo; éstos solo podrían ser juzgados por los electores. Una visión populista y antidemocrática que liberaría a los políticos del cumplimiento de las leyes.

La separación de los poderes no significa la incomunicación entre ellos. Las Cortes Generales aprueban leyes y el Gobierno decretos leyes o decretos que si son conformes a la Constitución deben aplicar los jueces y tribunales. Y los tribunales dictan sentencias que los legisladores, los gobiernos y administraciones deben acatar y cumplir. La alusión escuchada de que los diputados son elegidos por los ciudadanos y los jueces y tribunales no lo son y que de esto se derivaría la ausencia de legitimidad de los tribunales para poder condenar a un parlamentario, es uno de los argumentos preferidos de los totalitarios a los que molesta que jueces independientes puedan hacer cumplir las leyes a los políticos.

No menos preocupante es la alarma producida por la división en el seno del Gobierno. Hay que recordar que los poderes del Estado, que deben estar separados, están internamente divididos. El presidente dijo que el Ejecutivo tenía varias voces pero una sola palabra. Esta aseveración se puede aplicar a todos los poderes de un Estado democrático.

En efecto, el poder legislativo esta dividido. El Congreso de los Diputados y el Senado están integrados por parlamentarios de distintos partidos y antes de que se apruebe una ley se escuchan en las comisiones o en el pleno diferentes posiciones, diferentes voces, pero finalmente solo hay una ley que puede integrar diferentes sensibilidades o no; la que se produce cuando un partido o coalición de partidos hacen caso omiso de la oposición, lo que sin embargo no le resta ni legalidad ni legitimidad a la ley aprobada. Las discrepancias en la formación de la voluntad de las Cortes es implícita a los sistemas parlamentarios y es absolutamente necesaria para la existencia misma de la democracia.

El poder judicial es por su naturaleza un poder dividido y difuso, conformado por miles de jueces unipersonales y por tribunales integrados por varios magistrados. Y estos últimos dictan sentencias por unanimidad o por mayoría de sus miembros, y unos tribunales pueden discrepar de otros sobre los mismos asuntos. Hemos tenido la oportunidad de comprobar durante la pandemia como los tribunales superiores de justicia de las diferentes comunidades autónomas dictaron sentencias con fallos diferentes sobre asuntos idénticos. Y no siempre existen mecanismos eficientes para que mediante los sucesivos recursos se produzca la unificación de la doctrina de los jueces y tribunales. Y esto caracteriza también a los Estados democráticos.

Del Gobierno central y de los gobiernos autonómicos y locales se puede decir otro tanto, ya sean gobiernos unicolores o gobiernos de coalición. Los ministros, consejeros o concejales, sean o no del mismo partido político, pueden tener y tienen discrepancias técnicas o ideológicas considerables. Pero al final, el Gobierno en cuestión, conformado como un órgano colegiado se expresa con un solo acto gubernamental de los muchos que emite cada gobierno, ya sea un proyecto de ley, un nombramiento, un acto administrativo, un reglamento, un decreto-ley, un decreto legislativo, etcétera. Cosa bien diferente es como se manejen las discrepancias internas por quienes presiden los gobiernos, pues pueden considerarse bien como un síntoma de saludable transparencia o como un ejemplo de mal gobierno.

A propósito de la reforma anunciada de la legislación laboral hemos tenido un ejemplo paradigmático de discrepancias entre ministros del Gobierno central. Las discrepancias han alcanzado incluso a la terminología. Finalmente se ha descartado la derogación y se ha adoptado la denominación más correcta de reforma de la legislación laboral. Una reforma de enorme trascendencia. Por eso nos parece que es positivo que haya transparencia, que conozcamos las distintas posiciones de los actores antes señalados y que finalmente el Gobierno junto con el Parlamento, sin perder de vista a Bruselas, tomen la mejor de las decisiones para el presente y futuro de nuestra economía, para el bienestar de los trabajadores por cuenta ajena y también para que los grandes, medianos y pequeños empresarios sigan creando empleo y obteniendo beneficios.