En tiempos oscuros, cuando la noche invade la tarde tan temprano, me doy a la lectura como otros al whisky. Pero, igual que con el whisky, en esos períodos prefiero no hacer experimentos. Vuelvo por tanto a las marcas que nunca me fallan y solo me meto en conocidos jardines umbríos cuyo contacto araña el paladar, saben un poco a fango y a carbono, huelen a turba y algas (o al revés, los sinestésicos a veces tenemos prisa). A ese sabor oscuro como el tiempo y mi corazón y sus jardines umbríos me refiero. La pandemia nos acostumbró a refugiarnos como si nuestro hogar tuviese algo de foso, y quizá esos tiempos aún no superados del todo han dejado en las tardes de otoño un cierto regusto a confinamiento y soledad. Lejos del ruido y del frío vuelve a ser un placer aturdir la conciencia, o afinarla, con algunas lecturas que el alma ya conoce.

En ese exacto anaquel están unos cuantos títulos cuyas páginas fatigo cíclicamente: libros como la 'Bella del señor' de Albert Cohen, 'El maestro y Margarita' de Mijaíl Bulgákov, algunas prosas de Borges, 'Las trincheras' de Mesanza; está, por ejemplo, Curzio Malaparte, irreverente desde el nombre, dejándonos en 'La Piel' una visión nauseabunda del mundo y de la guerra. Y sin embargo, por debajo de ese río sucio fluye una compasión brutal por vencedores y vencidos, por una Italia y una Europa en ruinas y creo que también por cada uno de nosotros. «Nadie se bate ya por la justicia, por la libertad, por el honor. Se bate por la piel, por la asquerosa piel».

Quizá la sensibilidad acorralada solo puede brillar anestesiada y a la vez agudizada por algo que hemos dado en llamar cinismo y no sé si lo es. Algo que diluya un poco el dolor y a la vez, paradójicamente, lo muestre con un extraño desgarro. A flor de piel. La cara amarga de la lucidez y la belleza.