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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

Fútbol, cine y literatura

En su ensayo titulado ‘Mas allá del principio del placer’, publicado en torno a 1920, el eminente Sigmund Freud convino en definir dos categorías de pulsiones humanas. El terapeuta vienés habló de una pulsión de vida, que también podemos entender como sexual o erótica, y de una pulsión de muerte que comprende las actitudes destructivas y violentas tanto contra uno mismo como contra los demás.

De modo más simple: una pulsión de vida sería cualquiera que derivase en la autoconservación de uno mismo, de su prole e incluso de la especie, una pulsión de supervivencia, en suma. La pulsión de muerte agruparía todas las actitudes violentas, pero también las inútiles, la pérdida de tiempo, el despilfarro de la existencia, incluyendo el vacío entretenimiento.

A lo largo de mi vida he creado una especie de mitología propia respecto de las actividades más constantes que he llevado a cabo. Y de entre todas ellas he destacado siempre dos de ellas, usualmente antitéticas, de tal suerte que cuando me dedicaba con intensidad a una, la otra menguaba, como si se contradijeran. Quiero referirme al fútbol y al cine. A una le he conferido categoría de pulsión de vida y a la otra de muerte. Al fútbol me he dedicado no como practicante sino como aficionado, ‘hooligan’ al fin y al cabo, siquiera sea del ‘sillón-bol’ frente al televisor de Movistar La Liga. Y al cine, también, como mirón, adicto del mismo modo tanto a las películas como a las buenas series.

Desde la preadolescencia que, a temporadas, he consumido cine de modo compulsivo. Medité, incluso, ser director de cine como a los dieciocho, y empecé en la escritura en tiempos remotos ejerciendo de crítico junto a personajes tan cinematográficos como Rafa Ferrando, Ventura Melià, Abelardo Muñoz o Vicente Sanchis. Terminé de cinéfilo, viendo programas dobles y hasta triples en cines de reestreno y en las primeras filmotecas, y coleccionando revistas: la ‘Turia’ de los 70 y 80 la debo tener al completo ya no sé dónde, ‘Dirigido Por’, ‘Casablanca’, en la que me publicaron un buen reportaje junto a un artículo firmado por Fernando Trueba, realizador entonces incipiente tras su ‘Ópera prima’ (1980).

La cinefilia terminó declinando y, a partir de los años universitarios, con cada repecho sustituía las películas por el fútbol. Seguía entonces el campeonato, veía los partidos, comprobaba las clasificaciones… Algún que otro día acudía a Mestalla, incluso recuerdo una noche que llevé a un Valencia-Nantes al escritor Sami Nair y nos quedamos embobados con Mijatovic. Más tarde fue José Aleixandre quien a sugerencia de Pérez Benlloch me pidió que escribiera contracrónicas de los partidos. Durante dos temporadas acudía cada domingo al campo –entonces siempre se jugaba en domingo por la tarde, tras la paella, y los miércoles competíamos en Europa–, muchas veces con el bueno de Álvaro Oyarbide y con Vicent Todolí, a quienes les dejaba el pase Zubizarreta. Me ofrecieron dirigir un nuevo periódico deportivo que nunca llegó a imprimirse.

Desde mi particular experiencia, el cine es pulsión de vida, una forma de contar historias, de reflexionar y narrar. Vives otras vidas, acumulas la experiencia de los demás, como en la literatura. Me refiero al buen cine y a la buena literatura, y lo son si provocan esa metamorfosis, por eso son vida. El fútbol, en cambio, aún cuando en ocasiones incorpore metáforas sobre la vida, en mi caso resulta pulsión de muerte, una forma de pasión entre romántica e improductiva. Como actualmente, cuando colaboro en las retransmisiones de Paco Lloret para Capital Radio Valencia.

Me refiero al fútbol desde la mirada pasiva. Como práctica, al igual que el resto de la actividad deportiva, resulta vivificante, y lo mismo ocurre con la literatura sobre fútbol, por ejemplo, la de Mario Benedetti, los recuerdos como guardameta de Albert Camus, incluso los pensamientos de Wittgenstein tras sus visitas a los estadios desde su refugio en Cambridge. Escribir bien de fútbol es vida, e incluyo las buenas crónicas de los partidos, en especial las británicas. Hasta resultan pulsión de vida los delirios psicoanalíticos de Vicente Verdú, quien comparaba el gol con un orgasmo.

En esas estábamos cuando el genial poeta valenciano Carlos Marzal ha dado a luz un libro sobre fútbol. El título ya es revelador, ‘Nunca fuimos más felices’ (Tusquets, 2021). Pulsión de vida. Se trata de un compendio de pequeñas anotaciones, a modo de diario o agenda, sobre las circunstancias del autor en torno al deporte del balompié. Como jugador pasional, como aficionado relajado y como padre de un joven jugador que pudiera, tal vez, caminar hacia la gloria deportiva. Unas memorias, en suma, que deambulan por la vida y en donde el fútbol es excusa, un punto de apoyo personal y memorialístico para repasar, en especial, los gozosos años juveniles y las aventuras domésticas de la paternidad.

El libro, sin embargo, termina con un capítulo especial y más largo. Como una prórroga interminable donde Marzal narra las vicisitudes emotivas del accidente futbolístico que llevó a la parálisis, y luego a la muerte, a uno de sus mejores amigos, el también escritor Antonio Cabrera. Una extraordinaria persona, un brillante pensador y fino literato. Un desastre; la historia de un siniestro contada de modo catártico, un relato necesario para poder tranquilizar la pulsión de muerte mediante la reafirmación de la vida. El instante más perplejo.

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