Vivimos en sociedades pluriculturales a pesar de que, como asegura el filósofo Josep Ramoneda, algunos se empeñen en negarlo. La vieja ecuación «una nación, una lengua, una cultura, un Estado» periclitó hace tiempo, aunque todavía persista la formulación ideológica e interesada de que España es una nación cultural homogénea. Sin embargo, la cultura de un pueblo nunca puede ser un valor absoluto: la realidad, afortunadamente, es más compleja. Y Orriols es un buen ejemplo de esa realidad compleja y multicultural porque siempre ha sido un barrio de acogida para la población alóctona. Al principio, durante los años del desarrollismo, llegó la inmigración interior y más tarde la exterior, cuando a finales de los noventa nos convertimos en un país receptor de población foránea. De hecho, es el barrio de València con mayor número de vecinos de origen extranjero (el 27,2 %). Las especiales características de ambas migraciones han marcado la historia reciente del antiguo señorío de Pere d’Oriols. La inmigración de los sesenta pilló desprevenida a la ciudad, como sucedió en otras grandes urbes del país: ni había parque inmobiliario ni trabajo suficientes para contener y contentar al alud de personas que venían en busca de mejores condiciones de vida, lo que hizo del barrio un cóctel explosivo que combinaba delincuencia y tráfico de drogas, un problema social de primer orden en aquellos años, casi una epidemia. Como resultado de todo ello, en 2001 fue uno de los barrios incluidos en el Atlas de Vulnerabilidad Urbana en España.

Las huellas de la segunda migración, la extranjera, se pueden rastrear hoy en día en el mapa del distrito, que acoge desde el Centro Cultural Islámico de València a la Iglesia Evangélica de Barona. También, dada la ajetreada peripecia del barrio, se han instalado allí diversas ONG, como Valencia Acoge, y distintas organizaciones vecinales, como Orriols Convive o Orriols en Lucha, que batallan por dignificar la vida diaria de sus habitantes y promover una pacífica convivencia vecinal. Y es que Orriols es, sin duda, el barrio más multicultural de la ciudad. El Lavapiés o El Raval de València. Lo cual no supuso mayor problema hasta que llegó la crisis del 2007. Entonces la extrema derecha aprovechó la ocasión para alimentar el fuego de la discordia: en marzo de 2014, España 2000 organizó un reparto de alimentos exclusivamente destinado a los «nacionales» del barrio, que ese año sufría una tasa de desempleo del 40 % con una población extranjera que llegaba al 30 %.

Aquella era una tormenta perfecta que la extrema derecha no podía desaprovechar. Hablamos de un clima de altas presiones sociales desencadenado por la suma de tres factores —altos índices de inmigración extranjera, de paro y de delincuencia— que propiciaron el reverdecimiento de unas actitudes racistas que en España, al menos desde los estatutos de limpieza de sangre del siglo XV, siempre han estado latentes de una u otra forma. Claro que en 2014 la extrema derecha era todavía un operador marginal en el escenario político español. Se trataba de grupos minoritarios que, como España 2000, intentaban despertar con sus acciones una atención mediática que las urnas les negaban sistemáticamente. Curiosamente, no fueron la crisis, los índices de paro o el porcentaje de población inmigrante lo que propició finalmente el desembarco institucional de la nueva extrema derecha española, sino el procés catalán. Pero, además de la unidad nacional, el otro tópico recurrente en los mítines de Vox es la amenaza que supuestamente constituyen los inmigrantes, a quienes siempre relacionan sin matices —y sin pruebas— con la delincuencia. Un problema éste, el de la delincuencia, que la formación de Santiago Abascal pretende combatir con un único lenitivo, el de la «mano dura», muy en consonancia con el sesgo autoritario que el partido imprime al resto de sus propuestas políticas. No hace falta ser muy perspicaz para adivinar por dónde han ido los tiros electorales en el barrio desde 2019: la media de votos a Vox en Orriols es del 25 %, alcanzando en algunas elecciones el 35 %. Además, ese mismo año la organización identitaria ultra Valentia Forum inauguró un local en el corazón del barrio, en la misma calle que las ONG y muy cerca del Centro Cultural Islámico.

Y, a pesar de todo eso, Orriols aún podría convertirse en un ejemplo de convivencia pacífica entre vecinos de un barrio que, como aseguraba hace poco Mari Carmen Tarín, vecina y portavoz de Orriols Convive, «siempre ha sido intercultural» y ha estado orgulloso de ello. Pero para eso hace falta no sólo el interés sino también la iniciativa de los poderes públicos, que demasiadas veces se contentan con escuchar en lugar de actuar. Porque si alguna lección debemos extraer de lo que sucede en Orriols es que a la extrema derecha no se la combate sólo con elevados principios éticos ni grandes proclamas ideológicas, sino también con mucha gestión administrativa y otras tantas iniciativas de gobierno que palíen, en la medida de lo posible, una desigualdad económica que se está traduciendo a marchas forzadas en polaridad política, el caldo de cultivo ideal para el nuevo autoritarismo democrático.

Como dijo el filósofo Avishai Margalit, «una sociedad civilizada es aquella en la que los ciudadanos no se humillan entre ellos, pero una sociedad decente es aquella en la que las instituciones no humillan a los ciudadanos». Y se humilla a los ciudadanos cuando se les presta una atención episódica y llena de condescendencia que no soluciona sus problemas reales. Porque se equivoca quien piense que la de Orriols es una cuestión menor de ámbito local: compete sobre todo a las autoridades, es cierto, pero nos atañe a todos. Encerrarnos unos a otros en nichos de diferenciación cultural es negar el intercambio social que constituye la esencia de la condición humana. Todavía estamos a tiempo de ser una sociedad civilizada y también decente. Estamos a tiempo, pero no queda mucho tiempo.