Algunas personas –no digamos docentes– adoban la educación con edulcorantes, conservantes y colorantes. Miren si no a gurús como César Bona, repartiendo brilli brilli y unicornios entre el profesorado. El patriarcado capitalista azota fuerte; bienaventuradas las pedagogías en la línea de Paulo Coelho porque suyo será el reino de los méritos educativos. La coeducación resulta algo antipática en tanto que denuncia la desigualdad entre hombres y mujeres, también la violencia que ejercen a diario chicos contra chicas. Nos gustaría anunciar la perfectibilidad del proceso enseñanza-aprendizaje, pero, por desgracia –o quizás por fortuna– dos y dos nunca son cuatro cuando se trata de educar. Convendrán conmigo en que el más noble objetivo de la docencia sería enseñar a los chicos este mensaje: ¡las mujeres son seres humanos! Una idea revolucionaria altamente intuitiva que sigue sin cuajar en la cotidianidad de los centros educativos, en donde seguimos (des)esperando varones que rompan el silencio cómplice ante tantas violencias contra el sexo femenino.

Las recientes violaciones a niñas de 14 ó 16 años exige ponerles límites a los chicos. La escuela sigue sin dar respuesta a esta radical carencia social: ¡poner límites! Si algo parece obvio desde un análisis coeducativo es la urgencia de «despatriarcalizar» la construcción de la masculinidad hegemónica. Los chicos ejercen la violencia y la padecen las chicas. Punto. No hace falta argumentos. A favor nuestra contamos con un laboratorio que ya quisieran muchas familias o tribus: colegio, instituto, llámese como sea. Si bien la violencia cotidiana en el aula podría considerarse a menudo «de baja intensidad» –un concepto que me resulta incómodo– sabemos que los niveles aumentarán a medida que esos chicos misóginos, homófobos y machistas refuercen su construcción identitaria con el veneno inoculado por el patriarcado capitalista: pornografía, prostitución, violencia virtual, fratrías, competitividad, ausencia de educación afectivo-sexual, un amplio catálogo de privilegios por mor de la próstata… Esta coctelera ofertada por el Capital resulta muy explosiva si privamos a nuestros chicos de herramientas para desprenderse de tantos mecanismos violentos incorporados en sus relaciones entre sexos. Sólo es posible con el compromiso radical abolicionista de nosotros los docentes. De manera inexorable a quienes, nacidos hombres, pisan a diario el aula. La coeducación es la única alternativa posible para (re)socializar toda la porquería asumida durante su corta vida como adolescentes. Este trabajo no resulta fácil, ni cómodo, ni gratificante. Más que nada porque, como recuerda Amelia Valcárcel, el feminismo es un impertinente. Que nadie espere reconocimientos ni aplausos. Esos se los dejamos a César Bona, un «Nobel» de Educación que jamás ha escrito una sola palabra sobre la violencia machista en los colegios. Que se lo haga mirar.

Las manadas se forman en las aulas. Se organizan en las aulas. Actúan incipientemente en las aulas. Punto. Ahí entienden que las mujeres están «para hacerles la vida fácil y agradable» (J. J. Rousseau). Los chicos pasan muchas horas en el centro y allí aprenden a cosificar, sexualizar, pornificar a compañeras y maestras. A todas menos «las suyas», como bien recuerda Ana de Miguel en su reivindicativa Ética para Celia. Contra la doble verdad (Ediciones B). Difícil nos resulta encontrar referentes masculinos feministas. Así que, en cada manada, algo de nosotros habita, de nosotros los varones, quiere decirse. Se buscan docentes dispuestos a expandir esta idea revolucionaria: ¡las mujeres como seres humanos! Se iniciará así una nueva era educativa dispuesta a ponerle límites a los chicos. A buen seguro que conseguiremos una sociedad más igualitaria sin hordas de jóvenes violentos. Tal es el fin y la razón de cobrar una buena nómina por educar. Y punto.