Sé, por un artículo que leí, que un recuerdo es un patrón de conexiones constituido por neuronas, y que una neurona libera una señal para otra neurona. Que hay billones de esas conexiones en el cerebro de un ser humano adulto. El autor, Joshua Foer, relata el caso de A.J., una mujer californiana de 42 años que es capaz de recordar todas las jornadas de su vida, el lado consciente y cotidiano de cada mañana, de cada tarde y de cada noche de su milimétrica y densa existencia, desde que cumplió los once años de edad. También cita el caso de Kim Peek, el hombre que ha memorizado doce mil libros (doce mil), palabra a palabra, capítulo a capítulo, una página tras otra.

No ignoro que mi memoria, como la de cualquiera, selecciona y transforma lo que he visto y vivido. Mi memoria operativa nace y se mezcla con otras tantas memorias, las de otros, pues el recuerdo, que es un fenómeno compartido, tiene sus propias trampas y nos confunde. Nos invita a recordar sucesos que no hemos recorrido, sino inventado. ¿Cuándo llovió aquí la última vez? ¿Llovió? No me refiero a una lluvia esporádica de chirimiri, hablo de la lluvia normal que empapa parterres y limpia aceras y obliga a los camareros a agitar con un escobón los toldos de las terrazas.

Ya no es noticia puntear que llueve poco en esta ciudad, que lo hace, cuando lo hace, siguiendo una pauta vertiginosa de país tropical: de cero a cien en un mínimo lapso. Cada día persigo las previsiones meteorológicas en la tele, en los periódicos, a la espera de ver las curvas isobáricas, o como se llame eso, con la esperanza del anuncio de precipitaciones, pero siempre descubro en el contorno del mapa el huevo frito empujado por el dichoso anticiclón, un sol cegador en pleno mes de noviembre, o incluso me lo topo ya metidos en diciembre. Un invierno seco y caluroso. ¿Hay algo más triste que observar los comercios del centro con falsa nieve de confeti en los escaparates y la gente caminando por Colón vistiendo manga corta en el último mes del año?

En los episodios de lluvia de los tebeos antiguos las gotas eran redondeadas con un piquito en el extremo superior. Como lágrimas. Siempre pensé que eran así las gotas que caían del cielo. Que eran lagrimadas, y no esféricas, como lo son en verdad. En el dibujo de las viñetas se distinguía perfectamente la silueta de la masa de líquido (la gota) con el vértice en lo alto, una dócil uve invertida, descendiendo sobre las cabezas de los personajes que aparecían corriendo y cubriéndose con las manos o los paraguas, buscando protección en los aleros y las marquesinas de los edificios.

Hoy, en los últimos treinta años, los físicos han llegado a conclusiones que entonces no eran ni sospechas, yo no lo sospechaba al menos, y hasta hoy mismo incluso lo ignoraba. Por ejemplo, una lágrima y una gota de agua no poseen la misma apariencia, no son equiparables en su morfología, pues la gota de lluvia no es ovalada ni esférica sino, más bien, es de configuración plana. Google da cuenta de ello, una fuente que me ha enviado a páginas abiertas que tratan un poco de estos temas, asuntos secundarios para tanta gente, pero que para mí son esenciales. Lo reconozco, ¿quién se detiene a pensar, ante un mundo que se desploma por la crisis climática y un poscovid que sigue coleando, en las diferencias formales, los matices de aspecto, entre una lágrima, pura secreción de agua, enzimas y potasio, entre otros componentes, y una gota de lluvia, que contiene dióxido de nitrógeno y de azufre, y que es algo que cae de arriba y se estampa contra la acera y en su mismo y súbito reventón desaparece?

Sin duda que hay cosas más dramáticas. Pongamos, los migrantes durmiendo a la intemperie en la frontera de Bielorrusia y Polonia, o el desastre volcánico de La Palma, o Haití o la gente de Corea del Norte o de Afganistán (quién se acuerda de lo que quedó allí) o los Papeles de Pandora o los pederastas civiles y clérigos o los infames tipejos homofóbicos o los negacionistas que niegan hasta la misma nieve. ¡Buf!, hasta aquí llego. Pero eso no es óbice para que algunos sigamos añorando la lluvia, sea ovalada o esférica o plana su gota, su ausencia durante tantos meses nos desorienta, nos introduce en el laberinto. Eso también es un síntoma de desintegración.