Otro Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. He leído un sinfín de agendas a tope de acciones: denunciar, concienciar o decir basta ya su objetivo último. Algunos equipos de gobierno apuestan fuerte, otros programan un par de eventos protocolarios, poco más y a buen seguro por el qué dirán. Exposiciones fotográficas o teatro, cositas así, sencillas, poco ruidosas. Una discreción muy propia también de centros educativos, sin grandes pretensiones y anticipándose a polémicas que puedan cuestionar su práctica docente. Hay honrosas excepciones, profesorado y centros implicados en la coeducación durante todo el curso, incorporando la agenda feminista a su práctica docente. Con todo, ¿quién denuncia, quién señala, quién interpela a tantísimos hombres honorables sin compromiso público ni privado con el terrorismo machista? Machos socializados masculinos que ocupan cargos de poder, institucionales, educativos, académicos, científicos, religiosos, políticos…

La cuarta ola feminista anda en brega con los discursos posmodernos que confunden sexo con género, una lección de primero de parvulario feminista. Ahí tienen a Lidia Falcón, pionera en despotricar contra el género, u otras como Amelia Valcárcel, Ana de Miguel, Rosa M. Rodríguez Magda, Alicia Miyares, Paula Fraga… ¿Y dónde se sitúan los hombres? Ni posicionarse rotunda y nítidamente ante la violencia contra las mujeres. Bueno, dirán –y doy fe– que la mayoría la condenan. ¿Es suficiente? Me recuerda a los minutos de silencio institucionales. Ahora bien, el silencio de los hombres supera el minuto; el suyo dura una eternidad. Tenemos que hacérnoslo mirar. Cuatro olas feministas –cuatro– y aquí seguimos mirándonos la próstata unos a otros. En algunos círculos de hombres se discute tímidamente sobre cuidados, paternidad… El feminismo, si no es de salón, precisa urgencia, acción, rebeldía, agilidad, crítica, transformación. Estos debates a ralentí entorpecen la necesidad de abolir el género, construir otros modelos de masculinidad –o dinamitarla– y renunciar a privilegios, así como denunciar toda violencia contra las mujeres: pornografía, prostitución, vientres de alquiler, ablación del clítoris, matrimonios forzados, acoso sexual y tristemente largo etcétera.

Decía, pues, que los hombres seguimos en la caverna emocional y cognitiva. ¿Cómo pudimos conseguir tanto sin humanidad ni empatía? ¡Ah, los privilegios! Así que me dispongo a daros una simple lección, sencilla, discreta, digerible, evitando generar un cortocircuito mental a vuestras neuronas machistas. Seré prudente, cauto, decoroso. Aprendamos a ponernos límites, un gesto feminista y revolucionario. Que ningún hombre pague por sexo, ni se masturbe con la violencia sexual pornográfica, ni sexualice a las mujeres prostituidas, a su compañera de trabajo, a su compañera de clase o a la hija de su vecino. ¡Es un buen inicio! Empatizar con todas las mujeres, no sólo las nuestras. Reconocerlas como iguales, como prójimas y próximas, como parte de un mundo compartido. Así se inicia el camino para erradicar definitivamente toda violencia contra las mujeres. Pongamos de nuestra parte. No cuesta tanto… ¿O sí? Inténtalo: ponte límites, tío.