El derecho francés, de origen napoleónico, se basa en el territorio: El solar de Francia, el hexágono y también ultramar. No es de extrañar que todas las guerras francesas hayan tenido que ver con los límites de su nación, conflictos eternamente fronterizos que lo fueron, incluso, para señalizar los Pirineos como espacio natural infranqueable. Al otro lado de Alsacia y Lorena, el derecho germánico, en cambio, se basa en los lazos de sangre; es alemán aquel cuya genealogía sea alemana, aunque haya nacido en los confines de los Urales o en los Andes chilenos.

En España ni una cosa ni la otra. Se respeta sobre todo el territorio, al modo francés, pero también se abrieron vías genetistas como cuando se nacionalizaban hispanoamericanos con antepasados españoles para que pudieran jugar al fútbol o a otros deportes. Más recientemente, se le reconocieron derechos de nacionalidad a los descendientes de los sefarditas, expulsados en el siglo XV por los Reyes Católicos, siguiendo esa angustiosa pulsión española por creer en la historia como narrativa moral y querer repararla.

Tales valores afloran en nuestro país ahora, una vez más, cuando se han desatado las reclamaciones económicas de los territorios frente al Estado (que todavía es nacional y un poco pseudofederal). La Comunidad Valenciana ha convertido esta cuestión en el núcleo principal de su acción política dado que los valencianos cuentan con el nivel de financiación por habitante más bajo de todo el país. Y tampoco avanzan las inversiones estatales en obra pública estratégica. De ahí que, en sus reivindicaciones, el Consell de la Generalitat no solo ha conseguido sumar a los partidos de la oposición sino también a empresarios, sindicatos y a amplios círculos de profesionales.

Valencia es un clamor. Su pulso es compartido también por Andalucía y por Cataluña, autonomías de distinto signo político. Un avance. Sin embargo, pocos días después de las manifestaciones valencianas se reunían las autonomías más despobladas del país para pedir otra vara de medir en el reparto del presupuesto, una regla que tomara en cuenta el vaciamiento demográfico, incluso la extensión territorial. Su lógica se basa en la falta de economías de escala: cuanto más pequeños los poblamientos y más alejados unos de otros, más caros resultan los servicios públicos, más dificultades también para el emprendimiento empresarial privado.

A estas alturas, y tras más de cuarenta años de existencia de las autonomías en España, resulta descorazonador que todavía andemos en discusiones tan primarias, unos estirando de la población y los otros de la tierra. No es razonable que economistas y matemáticos no hayan encontrado todavía fórmulas sencillas, justas y de aplicación transparente para el reparto de los fondos financieros. Solo las ganas de mantener el control político del reparto por parte de los Gobiernos centrales pueden explicar tanta anomalía y retraso. Dadas las dificultades para alcanzar mayorías parlamentarias estables, el mercadeo de las inversiones discrecionales por parte del Estado nacional resulta ser la mejor herramienta para ahormar voluntades políticas. Esta legislatura, la primera en la que se tumbó un Gobierno con una moción de censura, es un buen ejemplo de todo ello.

Con lo fácil que sería establecer una fórmula econométrica que asignara una cantidad fija a cada español, y a partir de ahí se repartiesen fondos estructurales para paliar desventajas, como hacen las universidades norteamericanas con los cupos para favorecer a las minorías y los buenos estudiantes –o deportistas– sin recursos. Fondos para compensar la despoblación, sin lugar a dudas, la baja densidad también, el envejecimiento y la falta de natalidad, al igual que las necesidades de las grandes áreas metropolitanas con servicios mucho más caros y sofisticados de transporte o de cultura, la insularidad no digamos, hasta la desertificación o las dificultades orográficas o de suministro energético o de telecomunicación.

Más complejas resultarán otras medidas igualmente necesarias para conseguir un país equilibrado. Como alcanzar un pacto nacional hidrológico de una vez por todas, o una ley de educación avanzada y consensuada que prime el esfuerzo, una ley laboral que defienda a los trabajadores pero que no castigue a los empresarios que crean empleo, o una planificación de las infraestructuras que mejore las conexiones transversales y periféricas para amortiguar el exceso de radiocentrismo provocado por los ingenieros del Estado con sede en Madrid. Desde luego es mucho pedir en un país que a la mínima desata sus demonios familiares, trufados de tópicos (vascos rudimentarios, catalanes peseteros, andaluces indolentes, madrileños chulos…) y derivas cantonalistas.

La pervivencia de autonomías uniprovinciales o del segregacionismo municipal son evidentes señales de la falta de sentido funcional de un país regido todavía por un exceso de pasiones, a pesar de los intentos borbónicos por igualar los territorios frente al poso austracista que se adaptaba más a los pueblos.