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Juan José Millás.

Extrañas sensaciones

Hallé, en el bolsillo de una chaqueta que no me ponía desde el invierno pasado, una pastilla que debí de meter allí por si me hacía falta en el transcurso de un viaje. Lo mismo podía servir para un dolor de cabeza que para el ardor de estómago, sin excluir una subida de tensión o un acceso de torticolis. Imposible deducirlo de su tamaño y forma. La descubrí en el metro y jugué con ella un rato entre los dedos. Luego, me la tragué con un poco de saliva por mera curiosidad. A ver qué ocurría. Lo que ocurrió es que a los dos minutos de llegar a mi estómago tuve un ataque de lucidez por el que me di cuenta de que el metro no se movía: lo que se movía era la realidad. El vagón vibraba un poco para transmitir a los pasajeros la sensación de avanzar, pero eran los túneles y las estaciones los que avanzaban hacia nosotros generando la ilusión óptica de que las cosas sucedían al revés. Observé atentamente los rostros de los demás pasajeros para ver si alguno se había percatado del engaño, pero todos iban demasiado absortos en los contenidos de sus teléfonos móviles o en sus propios pensamientos.

Quizá yo sea el único que percibe la anomalía, me dije bajando en la siguiente estación, por la que me puse a caminar en dirección a la salida. Advertí enseguida que me movía por una especie de cinta de gimnasio: siempre permanecía en el mismo sitio, pero la realidad venía alucinatoriamente hacia mí para hacerme creer que progresaba. Cuando me detenía, la realidad se detenía también a fin de no provocar discrepancia alguna entre su marcha y la mía. El mecanismo era de una precisión tal que disponía de tantas velocidades como de usuarios, pues no todos los viandantes llevábamos el mismo ritmo.

Ya en la superficie, comprobé que también las calles disponían de esa mecánica increíble que provocaba en los viandantes la ilusión de avanzar hacia dondequiera que fuesen. Aturdido por el descubrimiento, logré «volver» a casa sin haberme movido en realidad de ella.

- ¿Te ocurre algo? -preguntó mi mujer.

-Nada -dije-, he caminado mucho y estoy agotado.

-¡Pero si llevas todo el día en casa! -exclamó ella.

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