Recientemente el Diari Oficial de la Generalitat Valenciana ha declarado la paella valenciana como bien de interés cultural inmaterial. Por fin se hace justicia a la tradición de un plato que ha representado siempre un arte de compartir y de unir. Los valencianos llevamos la paella en nuestros genes. Tiene un carácter vertebrador desde Guardamar del Segura a Vinaroz, pasando por el Rincón de Ademuz donde, con cierta frecuencia, pruebo unas paellas exquisitas en Torrebaja. La paella valenciana se popularizó probablemente a principios del siglo XIX. Desde entonces no ha faltado en eventos familiares, celebraciones lúdicas, visitas institucionales, fiestas patronales, concursos de paellas y reuniones de toda clase. La paella por sí misma se asocia a fiesta; disfrutamos cocinándola, degustándola y en la sobremesa.

Una de las personas más vitalistas que he conocido, Antonio Ochoa, me enseñó los secretos para hacer una buena paella. Poco antes de fallecer, con más de 93 años todavía realizó una paella para treinta amigos de su hija. Antonio representaba para mí a muchísimos valencianos y valencianas que han hecho de la paella un auténtico ritual, convirtiéndolo en el plato por antonomasia de los domingos. La paella se realiza con los cinco sentidos, despacio, tranquilamente, controlando el fuego y sin prisa. En su preparación se huele, se mira, se prueba; en definitiva, se va mimando. Durante la cocción del arroz aprovechamos para charlar, reír e incluso filosofar sobre la vida.

Originariamente la paella se consumía en las comarcas de l´Horta y de la Ribera, zonas de regadío donde se cultivaban verduras y se criaban aves de corral. Los labradores la elaboraban en excursiones, delante de una barraca o debajo de un parral. La receta original fue experimentando variaciones pero con unos límites que todos los valencianos conocemos. Cuentan en Madrid que en la casa de Sorolla se hacían unas paellas buenísimas; el secreto era que los ingredientes viajaban desde València.

Escritores como Bernat i Baldoví, Blasco Ibáñez, Ferran Torrent o Vázquez Montalbán han incorporado la tradición paellera en sus obras literarias. Abundan las referencias a la paella en la literatura popular. En una oda de 1889, Luis Cánovas, escritor y abogado de Torrevieja, la ensalzaba afirmando que había realizado revoluciones, que ningún plato la aventajaba y que representaba la democracia. Maximilià Thous escribió: del que inventà la paella/no se deu tindre notícia/si els valencians ho saberen/xe, quina estatua tindria. En Cañas y barro, Blasco Ibáñez describe una paella valenciana realizada con ratas de agua de la Albufera. En un romance popular de 1917 se relaciona la paella con alegría, jarana, poesía y fragancia. En 1900, con motivo de la visita de Emilia Pardo Bazán a València, se invitó a la ilustre gallega a la degustación de nuestro plato. En la Alquería del coche, debajo de un emparrado, al lado de un corral lleno de gallinas y conejos, se sirvió una paella. Entre otros comensales, junto a la invitada compartían mesa Blasco Ibáñez y Teodoro Llorente. Curiosamente, nuestro plato preferido, dio nombre a una revista: La Paella Valenciana. Esta publicación apareció en Rosario de Santa Fe, Argentina, desde enero a octubre de 1925. En ella se publicaban textos en valenciano de carácter folclórico y nostálgico.

La paella valenciana es una manifestación de nuestra cultura y de nuestra forma de ver la vida. Es capaz de aglutinar en la mesa a personas de edad y condición social muy diversas. Con un buen plato de paella nuestras diferencias se difuminan. Constituye un legado que hemos recibido y debemos salvaguardar para las generaciones futuras.