Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Alfons García03

A VUELAPLUMA

Alfons Garcia

Un ‘progre’ biempensante

Un ‘progre’ biempensante

Soy un progre biempensante de cajón (perdonen la contradicción). De amables discursos, con una ironía que abre simas profundas con todo lo que está lejos ideológicamente. Aficionado al buen vivir. Conversador gustoso de libros y películas. Consumidor de cultura pop y de alta (cultura) cuando el bolsillo lo aguanta. Paseante de museos y ciudades. Poco amigo de debates públicos y discusiones privadas (solo te dejan el pellejo amargo y la conciencia espesa). Amigo de la buena mesa sin sibaritismos ni ascos a la comida rápida. Defensor de los derechos individuales, activista a favor de los oprimidos y de los colectivos arrinconados durante siglos, y colaborador de unas cuantas causas nobles. Feminista hasta donde puede serlo quien no ha sentido nunca discriminación por su sexo. Preocupado por el planeta. Fiel agnóstico. Refractario a quemar contenedores, neumáticos o cualquier elemento de mobiliario urbano y ajeno a todo tipo de violencia física. Hasta aquí. Podría continuar, pero el perfil creo que queda claro: un progre de cajón y de salón, buenista y demás complementos, como tantos; un tipo amable para la sociedad, fácil de digerir, de los que no suele dar complicaciones al sistema ni a los demás y sirve de argamasa para grandes minorías. Hasta aquí.

Terminado de levantar un muro contra el régimen del 78 y todo lo que huela a Transición, se advierte ahora una línea de pensamiento rondando los centros de la modernidad más moderna según la cual uno casi debería pedir disculpa por ser (para entendernos) un ‘burgués rojillo’, por no estar cantando loas a los chalecos amarillos franceses o jaleando a los trabajadores del metal que se han manifestado con violencia (algunos, no todos) para defender sus derechos, de Cádiz o de donde sean. Vienen a decir que no entendemos el precio de la revolución, que los avances laborales y sociales ganados siempre se han conseguido así. Hay parte de verdad, pero el significado de esos progresos pasaba también por construirnos mejor como sociedad, por huir de cualquier forma de violencia y asumir que las palabras son mejores instrumentos que las piedras para resolver conflictos. Si el progreso era poder tener una tele y un ordenador en casa y poder ir cada fin de semana al centro comercial, quizá no lo era tanto. Eso dicen algunos, que la ira social que emerge es la entrada en escena de los que empiezan a descubrir que les han dado gato por liebre. Puede ser, pero uno esperaba que la próxima revolución fuera mejor que las anteriores y no parece que vaya a ser así, camaradas. No me gustan las tanquetas en las calles, ni en Cádiz, ni en Sagunt, ni en Palestina, ni en la calle Serrano de Madrid. Pero cada vez me convence menos el poder liberador del desorden. En ese espacio se sienten cómodos radicales y populistas. No lo ocultan, cada vez menos. Ahí está Vox. Creen que es su autopista de acceso al poder. Me gusta más la gente que duda y me aburren mucho los pontificadores. Me conmueven las contradicciones, porque la verdad es que cuesta encontrar verdades infinitas.

No sé, ya digo, lo que vendrá, pero tengo más claro cada vez que de los procesos de suma social ha salido un proyecto colectivo mejor del que estaba. Pienso en la Sudáfrica de Nelson Mandela, en su afán por no partir el país entre razas. Pienso en la Colombia que encontró una senda de reconciliación. Pienso en el País Vasco de hoy. Y pienso en la Transición española. Hubo en ella olvidos y cesiones con el viejo poder opresor porque primó el proyecto colectivo que debía nacer. Eso no justifica que décadas más tarde sigan víctimas en las cunetas. Pero tampoco vale para enterrar la esencia de positividad de aquel episodio. Porque parece que es una manera de minusvalorar la cultura del acuerdo como algo antiguo y productor de fracasos y frustraciones. Y pienso en nuestra Transición más cercana, en nuestra pelea valenciana sin excluir bombas y cócteles molotov con la excusa de una ortografía y un puñado de símbolos. Parece tan ridícula hoy. Pero costó décadas encontrar un camino de concordia. Al final, el azar político lo propició y lo aprovechamos. Por eso es una temeridad hurgar ahora en esa batalla buscando votos en viejos rencores, agravios identitarios y supuestos supremacismos que en la calle se ve que no existen. El desorden de la lengua solo produce ruido.

Compartir el artículo

stats