Francesc Almela i Vives, que fue historiador y cronista de la ciudad de Valencia, explicaba en un ensayo aleccionador, Destrucción y dispersión del tesoro artístico valenciano, de 1958, que después del derribo de la Casa de la Ciutat, edificio gótico de gran valor, en los años 1859-1860, se conservó, guardado en un almacén del palacio arzobispal, el artesonado de la sala de consejos llamada Cambra Daurada, labrado en 1418, obra que se tiene entre las de más valor artístico de Europa en su género.

Diez años después, y en vista de que nada se decidía, el concejal Mariano Aser, de oficio maestro carpintero, propuso al Consistorio la venta en subasta de la obra, y en su defecto, que fuera enajenada, pásmense, como madera vieja. La escandalosa propuesta fue aprobada por ligera mayoría. Hubo oposición por parte de un grupo de ciudadanos, que lograron la suspensión del acuerdo (la reacción civil fue oída: un ejemplo), y en 1917 el Ayuntamiento dispuso con acierto instalar el techo en el Consulado de la Lonja.

Por cierto, debe recordarse como muestra de «derribismo» irreflexivo la demolición de la Casa de la Ciutat antes aludida, obra comenzada en el siglo XIV y tan monumental que, si se consulta el plano del P. Tosca, se advertirá que era mucho más extensa en superficie y más elevada que la inmediata Casa de la Diputació o palacio de la Generalitat. Una comisión de arquitectos dictaminó su ruina parcial, y la Corporación decidió sin miramientos el derribo. Hubo críticas de la Academia de San Carlos y de personas con conciencia del valor cívico del patrimonio, como recuerda Teodoro Llorente. No se atendió a razones: el edificio fue demolido, parte de las obras de arte perdidas o sustraídas, y el Ayuntamiento se trasladó a la Casa Enseñanza, donde ha seguido hasta hoy. El solar originario, reducido en extensión para ampliar la calle de Caballeros, es hoy un jardín poco frecuentado y mantenido con escasa exigencia.

El comentario demoledor que dedicó Vicent Boix, historiador y cronista ejemplar de la ciudad, a la destrucción del edificio merece ser subrayado. La Corporación, escribía, trasladada de prestado a un edificio ajeno después de abandonar el propio, no necesitaba casa, atendiendo a sus entonces devaluadas facultades políticas: tenía bastante con una sala al lado del despacho del gobernador civil...

El episodio de la desaparecida Casa de la Ciutat, ocurrido hace ciento sesenta años, viene a la memoria con ocasión de un asunto de actualidad. Hace unos días la prensa insinuaba la posibilidad de que el gobierno municipal suspendiera las excavaciones en la plaza de la Reina, en atención a las Fallas del próximo año. La finalidad declarada, poco convincente, no era equiparable al daño que produciría el cierre de las obras; en efecto, la renuncia a excavar frente al muro sur de la Catedral supone la pérdida para una generación al menos de la información histórica que se podría derivar de las excavaciones. Enseguida se pasó a los hechos, y ya se ha cubierto el terreno con una espesa capa de cemento.

Ahora bien, un muro de piedra encontrado en el lugar se había identificado con cierta probabilidad como una muralla tardía (siglos IV-VII) de la ciudad romana, donde se habría ubicado la puerta principal sur, porta Sucronensis, salida a la calzada romana, que llevaba al paso del río Xúquer, a Xàtiva y a Cartagena; de tener confirmación esta hipótesis, se habría localizado felizmente un lugar de la ciudad romana de Valentia del que hablan los historiadores desde el siglo XVI. El pasado 21 de noviembre, en este periódico, informaba el arqueólogo Albert Ribera con fundamento del perjuicio a la cultura histórica de la ciudad que ello supone.

Es importante constatar que en el siglo XV, cuando, con motivo de la construcción de una arcada nueva para ampliar la Catedral, se encontró un gran friso monolítico que Ribera cree procedente de la puerta antedicha, con una inscripción monumental a nombre de los mecenas de la obra, los patricios Crescens y Viria Acte, los canónigos, con un respeto humanista por la historia, lo mandaron encastar en la base del primer pilar de la Epístola de la nave mayor, donde puede verse. Otro fragmento del mismo friso se halló durante las obras de la plaza de la Reina realizadas hacia 1970 (publicado por J. Corell), con una sola palabra identificable: clade, desastre. No eran los mismos tiempos; a diferencia de la estima con que se trató la pieza en el siglo XV, ahora se llevó al depósito municipal de Montolivet, donde la incuria de los conservadores permitió que fuera trasladada fuera de control durante las obras del nuevo museo de las Fallas y extraviada sin justificación posible.

El patrimonio artístico y documental constituye la fuente de la historia de la ciudad, expresión de su identidad como grupo humano. El gobierno municipal, de cualquier signo político, no puede abdicar de su obligación de mantenerlo e incrementarlo. Es cuestión de país, de intereses generales, y no hace falta explicar lo que es evidente.

Se han cometido errores semejantes en el pasado, que teníamos derecho a creer superados. Hagamos memoria de algunos ocurridos en el siglo XX: destrucción del tramo de muralla romana de la plaza de la Reina en 1970; de las alquerías góticas en Campanar, por la presión constructiva; de edificios notables, con el pretexto de la riada del 57, como los palacios de Vilaragut (hotel Astoria) y de Parcent o la iglesia de Sant Jaume, antiguo priorato de la orden de Santiago; del convento de Santa Caterina de Sena, derribado (1970) por unos grandes almacenes, y aún nos quedamos cortos. Una gran ciudad de historia bimilenaria no merece sufrir estas pérdidas con la anuencia municipal, salvo razones de fuerza mayor, que ahora no se dan.

En conclusión: cubrir para evitar problemas. Las comisiones de Fallas, la fiesta en cuyo obsequio se dice sacrificar este valioso patrimonio, quizá deberían calibrar si les conviene el desairado papel de prevalecer sobre el interés general. Y también cabía esperar un pronunciamiento de entidades que tienen entre sus fines propios la protección de los bienes culturales.