No tengo muy claro qué son los mitos, pero soy mitómano. Lo soy desde los años heroicos, ay, del instituto. Puedo interpretar, desde luego, la hipótesis sobre qué es un mito, la señal de grandeza que desprende su aura, su luz, y ahí me detengo, porque me abruma. Un mito pesa mucho. No supero esa línea. Sin embargo, practico la mitomanía con facilidad. Sé que ahí reside una cierta contradicción mía, en ese planteamiento del ser y del estar en este mundo, como la hay también en el fraseo de Virginia Woolf (¿fue ella?), quien sentenció, olvidada ya la etapa literaria del primer victorianismo espectral, «no creo en fantasmas, pero me dan mucho miedo». La vida, al menos la mía, se encuentra minada por signos contrapuestos de esta categoría. Es como habitar dentro de una especie de oxímoron gigantesco.

Colecciono bastantes correrías mitómanas propias. Cito algunas, sin pretender resultar petulante. La rue Mouffetard por la que transitaba Hemingway cuando era pobre y feliz, y que camino frecuentemente cuando viajo a París. El escritorio de la fábrica de esmaltados de Oskar Schindler en Cracovia en el que me apoyé con disimulo una vez por percibir si vibraba. La camisa manchada de sangre de Larra, tras el pistoletazo mortal, que vi tiempo atrás en el Museo Romántico de Madrid. Un encendedor que perteneció a Julio Cortázar (regalo de Aurora Bernárdez) y que observo ahora mientras tecleo este texto. Un óleo de Modigliani (comprado por subasta) de 38 por 55 centímetros, aunque no de Amedeo sino de Jeanne, su hija, que es un modo de aproximarse al mito. El paso de cebra de Abbey Road por el que cruzaron los Beatles (Paul descalzo, lo que abrió otro mito: ¿McCartney está muerto en realidad?) y por el que igualmente crucé yo en el 73. Una modesta habitación de San Petersburgo, donde reposó Dostoyevski en sus últimos días, y en una de cuyas sillas me senté unos segundos. Una cochera medio abandonada al sur de Manhattan, donde localicé, rodeado de bidones y otros cachivaches, un cascado autobús de la vieja Greyhound, esa compañía tan popular en los Estados Unidos y en sus películas tras la Segunda Guerra Mundial. El cuartito espartano de la pensión Ravoux, en Auvers-sur-Oise, en el que agonizó Van Gogh y donde solo me atreví a respirar su melancolía.

La RAE en su tercera acepción establece que el mito es una persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración o estima. O sea, es algo que brilla en el imaginario colectivo. En términos amplios, por ejemplo, podrían ser El Cid Campeador, Juana de Arco, Ernesto Che Guevara o Elvis Presley. Siguiendo la impronta de la RAE, la mitomanía sería una actitud o tendencia morbosa que deforma la realidad, que la desautomatiza. Y, por extensión, el ser morboso es, en su primera acepción, simple y llanamente un ente «enfermo». Por tanto, dado que soy mitómano, soy un enfermo. Confieso que me produce un escalofrío autocalificarme desde ese estereotipo. Definirme como obsesivo o compulsivo o crédulo o ciclotímico, ya sería suficiente. Cualquiera de esos términos me suena menos traumático. Porque el morbo en sí nos remite a intereses malsanos, venenosos, y yo afirmo que no los tengo.

Los mitos nos invitan a fabular, a engrandecer lo real con dosis de ficción. Forjamos los mitos porque consolidan espacios sociales y cohesionan al grupo, lo que no deja de ser una maniobra de convencimiento general, de comodidad, de pertenencia a una secta (laica o religiosa) en la que uno se halla cómodo porque comparte con los otros una idea común del universo. Es lo que le ocurre a la caverna política de este país: de tanto revisar los mitos nacionales, a fuerza de ello, con su supremacismo barato, va remozando aquí y allá la reciente historia de España, adaptándola, sin ninguna mala conciencia, a sus propensiones ideológicas. Cada día nos despertamos con una ingeniosidad nueva. Esa caverna chorreada que no es precisamente la otra, la de Platón.