Hace un par de semanas, la Real Academia de las Ciencias organizó unas conferencias sobre la pandemia a las que invitó a diversos científicos de distintos campos. A mí me pidió una reflexión filosófica sobre este presente dominado por la pandemia. En realidad, la Academia deseaba continuar unas jornadas realizadas justo un año antes en las que, de igual forma, habían intervenido media docena de estudiosos de diversas especialidades. En aquella ocasión decidí llevar una propuesta que consistía en aprovechar la pandemia para hacer un «alto reflexivo». Un año después, me atreví a hablar de «Condición pandemia».

La especie humana no es un sujeto. Era previsible que no aprovechara la ocasión para reflexionar colectivamente hacia dónde va. La aspiración básica fue volver cuanto antes a la normalidad, sin preguntarse si era normal aquello en lo que estábamos enrolados. Las consecuencias fueron cinco o seis oleadas, ya ni las contamos. Todos nos empeñamos en no perder la conexión con lo que hacíamos antes. Los actores, los cantantes, los profesores, los escritores, los hoteleros, los aviadores, todos siguieron con sus tareas, preparados para cuando se diera el pistoletazo hacia la nueva normalidad. Tras los alivios, siempre acabamos replegándonos en una nueva ola. La imposibilidad de soportar el alto reflexivo pensando en qué hacer, nos ha llevado a que ya vamos camino de dos años de pandemia. Comenzamos a tener evidencias de que ésta, más que un acontecimiento puntual, tiene algo de condición estable.

Que vivamos en condición pandemia se observa en muchos síntomas. Los más convincentes apuntan precisamente a la estructura de nuestras sociedades. Entre los ricos que no se quieren vacunar y los pobres que no pueden hacerlo, el virus siempre encontrará alojadores suficientes como para circular por el planeta produciendo variantes, aprovechando el nomadismo frenético de la especie. Cada una de esas variaciones, con su letra, traerá su carga de incertidumbre, inseguridad, alarma y pánico. Pero como un déjà vu en las anteriores oleadas, la forma de superar el miedo será apreciar lo de siempre, que los jóvenes caen menos en las UCIs por el virus que por accidentes de tráfico, o por hacerse selfies arriesgados; y que los mayores, como si gozáramos ya de una vida prestada, hemos de confesar de forma renovada la fe en una vacuna en la que ninguna dosis será la definitiva.

Mientras la OMS califica este virus por el año en que apareció, en atención a que vendrán otros con el tiempo, lo básico consiste en que nadie se ha mostrado dispuesto a cambiar de vida. Todos hemos seguido nuestros hábitos y pulsiones, incluso asumiendo la nueva condición como contexto. Cuando una forma de vida se muestra irreversible a pesar de sus consecuencias amenazantes, es porque estamos rozando ese estrato en el que evolución social y evolución biológica unen sus horizontes, proponiendo los cauces por los que circulará el futuro social. Nos comenzamos a preparar para que esa sea la nueva condición general de la vida, aunque tengamos un motivo más para no querer representarnos el futuro más allá del plazo inmediato. Con la misma resignación con que aceptamos la inflación, asumimos la nueva peligrosidad, y cada uno hace sus cálculos acerca de las medidas a tomar según su caso y sus deseos. Pronto, esos mismos jóvenes que ahora se vacunan para tomar unas copas o viajar en los puentes, cuando menos lo esperen estarán haciendo sus cálculos de si no sería mejor una nueva dosis por lo que pudiera pasar.

El tiempo acelerado pronto nos hace a todos viejos y candidatos a la UCI, como el espacio unificado impone la variedad más agresiva triunfante en pocos días en cualquier parte del planeta. Pan-demos quiere decir algo que afecta a todo el pueblo y eso es lo que afirma la condición pandémica, que algo afecta a toda la humanidad. Que la palabra haya concentrado su significado para describir una enfermedad, sugiere que lo único genérico no es la riqueza, la alegría o la justicia, sino aquello que alude a lo único compartido, la vida en su precariedad, en su peligrosidad, en su improbabilidad, en su muerte. Pandemia, en el sentido médico que ha llegado a tener, no es sino el reconocimiento de que la inestable peligrosidad es el único rasgo genérico de la vida humana. El ser humano no ha sido capaz de ofrecer a la especie un rasgo común más fuerte que lo recibido desde el legado de la vida: su condición de fragilidad.

Esa es la condición pandemia. Y sin embargo, lo que hemos visto es que nuestra respuesta dominante, cuando se impone esta condición, no es sino el cálculo que cada uno como individuo llegue a hacer acerca de su propio peligro. Y enfrente, legitimando esta estrategia individualista como único soporte real para administrar el peligro más común, las instituciones dan señales contradictorias acerca de qué hacer, desde la judicatura a los poderes ejecutivos de las autonomías. En ese caos de decisiones contrarias, es fácil que el singular encuentre en su propio arbitrio una señal de libertad.

Sin embargo, no deja de llamar la atención que justo cuando se produce la condición genérica de una pandemia que afecta a toda la especie, por muchos sitios se promueva al individuo como la clave de la toma de decisiones y se haga de esta opción un derecho absoluto. ¿No es lo más paradójico que justo la condición más compartida se aborde desde la mirada individual? ¿Hay una prueba más rotunda de que se está cumpliendo aquella vieja profecía de que la sociedad ya no existe? En ese contrasentido se ha convertido aquella noble idea, atravesada por la generosidad, que se llamó liberalismo. Ante ella, el Estado no puede parecer sino una potencia autoritaria. Y a eso, a un liberalismo mínimo y autoritario, es adonde se nos quiere llevar.