Si hubiéramos de establecer un ranquin o clasificación jerarquizada de las noticias más relevantes de cada una de las estaciones del año, no dudaríamos para este otoño poner entre las más altas en la escala las migraciones hacia Europa, en sus tres frentes principales, a cual más problemático y aciago: el abierto al noroeste, entre Francia y el Reino Unido, motivado por el Brexit, por la salida de los británicos de la Unión Europea, el habitual, de toda la ribera mediterránea, desde el cabo San Vicente portugués hasta las islas griegas vecinas de las costas occidentales de Turquía, y el más reciente, artificialmente fraguado, que aquí nos va a ocupar, en el límite nordeste de la Unión Europea, en las fronteras que separan Lituania y Polonia de Bielorrusia.

Si repasáramos brevemente los periódicos o hiciéramos un poco de memoria, hasta llegar a agosto del 2020, recordaríamos que en ese momento se desarrolló un proceso electoral en Bielorrusia para designar a su presidente. El resultado de las urnas fue adulterado para atribuir la victoria a Alexander Lukashenko, quien asentó sobre esa corroída base su sexto mandato presidencial, que lo consolidaba en el cargo ejercido desde el año 1994.

La respuesta gubernamental a las protestas desencadenadas pacíficamente por la oposición fue violenta, brutal. La Unión Europea adoptó medidas sancionadoras contra Bielorrusia y no ha reconocido en ningún momento ese resultado engañoso.

Otro hito relevante se produjo cuando Lukashenko desvió por la fuerza hacia Minks un avión comercial de Ryanair que hacía la ruta Atenas-Vilnius, al objeto de detener al joven periodista opositor Roman Protassevitch que viajaba a bordo. Como castigo, la Unión Europea, a finales de mayo, incrementó las medidas sancionadoras. Enrabietado, el dictador bielorruso amenazó con “invadir Europa de droga y de emigrantes”.

El foco de su venganza se dirigió primero hacia Lituania, el país que sostiene con más decisión a la oposición democrática bielorrusa. Más tarde, en este otoño que se nos escapa, desvió la presión hacia el sur, contra Polonia, intentando sacar partido del conflicto y la tensión reinante entre Varsovia y las instituciones de Bruselas. Lukashenko pensó que era el país más vulnerable y sensible e igualmente que la gestión de los movimientos migratorios constituye el punto más débil de los veintisiete, muy divididos sobre este tema.

La revancha de Lukashenko hacia la UE -porque Polonia no era el objetivo específico sino sólo el más fácil y adecuado escenario de actuación- se cocinó maliciosamente creando una nueva ruta de inmigración, una cadena organizada en la que participaban también las agencias de viajes y las compañías aéreas, que recogían residentes en Oriente Medio, sirios, kurdos, afganos, egipcios y de otros países, desde aeropuertos como Beirut o Damasco volaban hacia Minsk y allí se los encaminaba rumbo a la frontera de Polonia con el propósito de franquearla ilegalmente y entrar así en la Unión Europea, su pretendido destino, en especial Alemania, país en el que muchos de ellos tienen ya familiares, vecinos, amigos, conocidos, que alcanzaron su meta en movidas anteriores, principalmente en la del año 2015. Si esperaba con esta maquiavélica operación que Europa se ablandara y anulara las sanciones, el efecto real ha sido el contrario, Lukashenko ha caído en su propia trampa.

El problema de la zona no se puede entender, ni aún someramente, con objetividad, sin analizar los últimos treinta años de la historia de nuestro continente. Los tres países: Bielorrusia, Letonia y Polonia formaron parte de la URSS hasta el derrumbamiento del comunismo. Sin embargo su trayectoria posterior ha sido muy diferente, Letonia y Polonia consiguieron su objetivo de liberarse de las cadenas de Moscú, alcanzar su plena independencia, integrarse en el bloque occidental representado por la OTAN y, aún más importante, formar parte de los veintisiete Estados que se identifican con la bandera azul marino de las doce estrellas doradas, con los valores e ideales que ella representa. Por contra, Bielorrusia ha permanecido, a pesar del deseo opuesto de la mayoría de sus ciudadanos, a la sombra e influencia que quiere seguir ejerciendo, ¿legítimamente?, Rusia que, incluso desaparecida la división ideológica entre los dos bloques, considera la OTAN como una amenaza real para su seguridad. En la época del telón de acero la línea de separación entre las zonas capitalista y comunista europeas la constituían las divisorias orientales de Alemania Federal, Austria, Yugoslavia, Grecia. Mirando ahora el mapa esa separación queda marcada por las fronteras que miran al este en Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumania; ha dado no un paso hacia la salida del sol sino un gran salto olímpico; a parte queda el problema de Ucrania, Georgia, que junto a Bielorrusia defiende con uñas y dientes Putín, que no quiere tener a la OTAN más cerca, a vista de pájaro del país que preside. En ese contexto también hay que emplazar la lógica y calculada oposición que Alemania y Francia ejercen, con el veto a la entrada de Ucrania y Georgia en esta alianza militar.

La actitud del gobierno de Polonia en el conflicto migratorio no puede considerarse que haya sido ejemplar; su reacción ante la concentración creciente de inmigrantes entre los dos países -se barajan cifras entre 2000 y 4000 personas, muy inferiores a las que se lanzaron hacia territorio griego en 2015- fue levantar una barrera de alambre, concentrar hasta 15.000 soldados y policías, impedir el acceso al excenario del drama a los periodistas, a las ONG, rechazar la europeización del conflicto impidiendo la gestión de la crisis por el organismo creado al efecto, el Frontex, aun a pesar de tener su sede en Varsovia, queriendo dar la impresión que era capaz de resolverlo sóla, declaración del estado de urgencia en la zona, pretensión de implicar a la OTAN en el conflicto, la aprobación de construir un muro a lo largo de la frontera. El fin de estas cuestionables medidas era impedir a toda costa la entrada de inmigrante alguno en su territorio, empujándolos al otro lado de la línea y en su caso reteniéndolos, si conseguían traspasarla.

Por parte de Rusia, ante las llamadas telefónicas de los líderes europeos, revelador es que han recurrido al Kremlin para resolver el problema con Bielorrusia, no admitió su implicación directa en ningún momento. Si bien es evidente que Lukshenko actúa a las órdenes de Putin, también es conocido que el segundo no siente aprecio personal por aquél, pero en cualquier caso, Moscú no permite que Minsk pueda caer del lado de los occidentales, por eso lo apoya, lo presiona en todo momento y las tropas de ambos países desarrollaron maniobras conjuntas, si bien también justo es resaltar que ante la amenaza del tirano bielorruso de cortar el suministro de gas a occidente, Putin expresó su desacuerdo. El presidente respalda todos los países que pertenecieron a la URSS, al mismo tiempo que no encubre su hostilidad a la U.E., prueba de ello es el apoyo brindado al Brexit y a todos los partidos políticos eurófobos; tampoco demuestra interés alguno en dialogar con Bruselas, sino con Washington, sobre los focos de conflicto, ya sea en Bielorrusia, Ucrania, o Irán y Taiwan.

Las instituciones de la UE, aun a pesar de la actuación desairada polaca, han estado en el lugar que les corresponde; desde el primer momento los gobiernos condenaron unánimemente a Bielorrusia y apoyaron sin reservas a Varsovia, lo cual no ocurrió en la crisis del 2015. Han considerado que ésta no era una crisis migratoria más sino una agresión pura y dura de Bielorrusia, un conflicto político, con el objetivo de dañar, de desestabilizar a la UE. Los altos cargos, desde el presidente del Consejo, la Presidenta de la Comisión, el Alto Representante para los asuntos extranjeros, los Comisarios relacionados con el problema, así como Francia y Alemania, en una tarea mediadora con Putin, han estado al tanto de la situación y, en último lugar han amenazado con un sistema de nuevas sanciones para el país instigador. Esta vez la Unión ha sabido gestionar la crisis y ha demostrado que cuando se actúa unidos, Europa tiene fuerza y consigue disuadir al adversario; la grave crisis que pudo haberse desencadenado va a ser superada, sin recurrir a métodos violentos.

Los migrantes son los grandes sacrificados en la situación vivida, si bien parece incuestionable que conocían el sucio juego en el que iban a participar, no es menos cierto que en los países donde se refugiaban hasta ese momento no tenían esperanza alguna, por lo que entre el yunque y el martillo, vana era su opción. Espoliados de sus ahorros, sometidos al frío, al hambre, a la desesperanza de no obtener su objetivo, no les queda más opción que tantear volver a su origen o porfiar en su intento de alcanzar Europa, esta vez por la ruta más peligrosa, atravesando el Mediterraneo.

Hace unos días tan solo, en la isla griega de Lesbos, el Papa Francisco calificaba el actual problema de la emigración como “la guerra de este tiempo” e instaba a los responsables políticos a combatir las causas profundas, no a las pobres personas que pagan las consecuencias. Se podrá argüir que predicar no es dar trigo, pero cierto es que solo cabe asentir a sus palabras.