Mi parte favorita de los programas de compatriotas que viven por el mundo no son los rascacielos de grandes vistas que te muestran esta o aquella parte de la ciudad, o ver cómo regatean fruta entre los distintos puestos de un mercado. Lo que más me gusta es que muchos (casi todos) cuando les preguntan por qué acabaron allí, por qué dejaron nuestra vida de siesta, cenar a las mil y ruido en los bares para montar un restaurante que anuncia ‘Tapas’, por ejemplo, aunque empiecen hablándote del sueldo, de las oportunidades laborales, del respeto a sus profesiones inexistente en España, acaban respondiendo que por amor. Allí, entre las ratas de un laboratorio o los cubos de basura de las cocinas de un Mc Donalds, les sorprendió el amor. Y se quedaron.

Creo que la misma pregunta formulada en los aviones, junto al cuestionario de inmigración donde hay que detallar si se tiene antecedentes, se ha tenido contacto últimamente con células terroristas o si te han denegado alguna vez la entrada en algún país, si se incluyera el amor entre las opciones del viaje… ganaría en un aplastante sí. ¿Viaja por negocios? ¿Y por amor? Porque, aunque yo no quiero a los hombres grises, haberlos haylos. Me consta que hay quienes viajan —y hasta viven— para contar billetes o apretar botones rojos, pero la mayoría, estoy segura, viaja, ¡perdón! Quiero decir: viajamos donde el amor nos lleva. Quizá no siempre acompañando a tu media mandarina o para encontrarte una vez más con la sonrisa del amor de tu vida —hasta que llegue el siguiente amor de tu vida en esta monogamia serial que vivimos en occidente, como cuando te decepciona tu banco de siempre y sacas todos tus ahorros para llevarlos a otro que te ofrezca un Iphone o un mejor tipo de interés—. Porque con los años, el metabolismo se nos ralentiza y las carnes se recolocan como les viene en gana, pero el amor, ¡el amor se nos pone en cuotas altísimas! Y toma nuevas y diversas formas, como el amor a la familia, a los amigos y a los ideales —amores, todo sea dicho, siempre correspondidos—. Porque la energía ni se crea ni se destruye; solo se transforma y el saber no ocupa lugar, pero el amor sí puede ser medido: 55 x 35 x 25. Con la precisión de un bulto de mano que puede ser ubicado debajo del asiento delantero junto al chaleco salvavidas que no debe extraerse a menos que lo indique el comandante y nunca nunca debe ser inflado dentro de la cabina del avión.

Ahora, que mi amor viaja acomodado a mis pies en clase económica de Oregón a Nueva York puedo verlo claramente ¿qué, sino el amor me ha catapultado 38.028 kilómetros exactos en un mes? ¿Acabaré el año cubriendo el equivalente a la circunferencia de la Tierra? Puede que incluso más. Miro con curiosidad entre los pasajeros impacientes y estoy segura de que muchos ansían abrazar a alguien que no ven desde antes de la pandemia. Por eso no se quejan del dolor en las rodillas por la distancia inexistente entre las filas de asientos. Porque los abrazos se nos volvieron un asunto urgente. Al mirar por la ventanilla ya no me cabe duda que, deben ser de amor y no queroseno las rayas que dibujan los aviones en el cielo. ¡Está bien, Greta Thunberg, por supuesto que tienes razón! Hay que acabar con las emisiones desarrollando combustibles más sostenibles y esto mío es una licencia poética. O romántica. Pero no importa lo que digan, el amor no es ciego, caramba. Es más bien que, como el zorro le contaba al Principito:

«Solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos».

O, como narraba el aviador cuando el Principito decidió abandonar su pequeño planeta de origen para explorar el resto del universo:

«¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores. Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros. Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelanda y de Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se perdían entre bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la India, después los de África y Europa y finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en escena. Era grandioso».

Y volando desde Oregón a Nueva York añadiría aún más: por favor no se olviden de la maravilla de las rayas que dibujan los aviones en el cielo.