A estas alturas, no debería haber duda alguna sobre la vacunación. Ni siquiera en relación al visto bueno de la Agencia Europea del Medicamento (EMA) para inocular a los niños, de 5 a 12 años, vacunas tipo ARN mensajero (Pfizer y Moderna). La experiencia acumulada de millones de personas nos indica que son seguras.

La cuestión que ahora se plantea es sobre la obligatoriedad de las vacunas, que ya se está tanteando en la Unión Europea. Alemania ha anunciado que la hará obligatoria a partir de febrero.

A nivel ético podemos considerar si es acertado o no forzar a la población, quiera o no quiera, a vacunarse. Habría que distinguir dos planos. El primero se refiere a la autonomía de la persona. En este sentido, no cabría exigir un tratamiento –cualquiera que sea- a una persona adulta y con plenas facultades mentales. Es una cuestión de principio, de respeto de la dignidad humana que incluye su libertad. Máxime cuando la medicina actual ya no es una relación de confianza entre médico/paciente, sino una medicina defensiva, en la que hay que firmar un montón de papeles para curarse en salud, nunca mejor dicho.

Otro asunto es que si uno no quiere vacunarse le puedan imponer determinadas restricciones con el fin de preservar la salud pública. El poder político tiene el deber de salvaguardar la convivencia social en aras del bien común.

La segunda consideración es también personal, y responde a la obligación moral de preservar tanto la propia salud como de propiciar un ambiente seguro entre las personas con las que uno se relaciona. Hay un motivo de solidaridad que nos impulsa a proteger a nuestros familiares y amigos, así como a las demás personas con las que podemos relacionarnos. Esta solidaridad hace alusión también a la prudencia: no exponer innecesariamente a los demás ante un peligro que, aunque quizá no sea próximo o muy próximo, es real y relativamente cercano: tiene que ser ciertamente proporcional, lo que no siempre es fácil de advertir. No hay que olvidar que las personas hospitalizadas por Covid padecen después secuelas que, de momento, no se sabe a ciencia cierta, hasta cuándo durarán. Se estima en un 15% las personas que habiendo enfermado gravemente padecen el llamado Covid persistente, con decenas de síntomas: cefaleas, cansancio generalizado, fatiga, etc., que condiciona bastante su vida cotidiana.

Por tanto, el principio de autonomía para un adulto en plenitud de facultades hay que combinarlo con la solidaridad y la prudencia. Esto debería bastar para concluir que, a nivel personal, sin más influencias que los datos experimentales que la ciencia nos proporciona en estos momentos, hay una cierta obligación moral de vacunarse; aunque la vacuna suponga un engorro y a uno se le antoje como una forma de manipulación del poder político. No me parece ejemplar que ahora haya grandes colas para vacunarse y poder acudir al cotillón de Nochevieja. ¡Ojalá me equivoque y sea otra la razón!: estar con los abuelos, por ejemplo. Afortunadamente, España es un país muy solidario y la tasa de vacunación es de las más altas del mundo. Y gracias a que tenemos el lujo de disponer de suficientes vacunas para toda la población.