Verónica Forqué nos ha dejado tras sufrir, presuntamente, un grave episodio de enfermedad mental. En la misma línea, los psicólogos y psiquiatras nos informan de que se han intensificado notablemente los suicidios y sus intentos por parte de jóvenes adolescentes, a consecuencia de las privaciones y frustraciones agravadas por la pandemia. Hemos conocido que, más allá de estos grupos de edad, se ha disparado el número de afectados por dolencias que afectan a la mente. De pronto, la salud psíquica ha surgido de la oscuridad en la que ha estado recluida. Quizás sólo sea un destello de efímera presencia, pero conviene aprovecharlo porque continúa siendo escandalosa la opacidad que envuelve al universo de las enfermedades mentales.

Desde antiguo, mantenemos un tabú que sitúa a lo que afecta a nuestra mente en un espacio distanciado de lo que le sucede al resto de nuestro cuerpo. València fue la primera ciudad en disponer de un hospital psiquiátrico, mientras que los disponibles para las restantes enfermedades abundaban desde mucho antes. Pese a ello, tal medida tuvo un contenido más de compasión y protección a la integridad de los enfermos que de certeza médica sobre la terapéutica de las enfermedades mentales. En cualquier caso, aquel momento ya marcó la diferente consideración dispensada a estos enfermos, visible en su separación física de los restantes pacientes; una constante de la que participó la Comunitat Valenciana hasta que, ya en los años ochenta del siglo pasado, se abrió paso la desinstitucionalización de los enfermos psiquiátricos y la extensión, a los hospitales ordinarios, de su atención y tratamiento.

Hechos como los anteriores no han diluido, sin embargo, la atávica reacción de distanciamiento que suscita lo relacionado con los desfallecimientos de la mente. Una reacción que coincide con otras pautas, visibles en el alejamiento de los enfermos de lepra, enviados al sanatorio de Fontilles situado en la Marina Alta. Reacciones que, como en el caso anterior, han germinado ante otras enfermedades, como el síndrome del VIH o las drogadicciones: los afectados han recibido, con demasiada frecuencia, un descarnado rechazo de quienes habitaban lugares próximos a los de su centro de tratamiento. Aun así, existe un diferente grado de normalización que perjudica a la socialización de las llamadas, por algunos, enfermedades del alma. La lepra, el sida y la deshabituación de las drogas, pese a los renuentes, se han deslizado hacia la comprensión y progresiva aceptación de sus enfermos. Los males de la mente, por el contrario, siguen siendo pasto de ocultación y vergüenza: su salida del armario precisará hollar un largo trecho.

Prueba de la distancia entre la enfermedad aceptada y la enfermedad rehuida es lo que podemos esperar cuando ésta se desvela en el entorno laboral o social del paciente. Salvo excepciones honorables, se desatan el alejamiento, la desconfianza, la desafección. Quien era visto como una persona trabajadora, responsable y pacífica, pasa a ser prejuzgada como dispersa, irresponsable y potencialmente agresiva. La baja laboral se transforma en una confirmación implícita de los clichés acumulados. Su reintegración a la normalidad, finalizada aquélla, deviene conflictiva. Gente con la que antes formaba equipo se muestra ahora deseosa de alejarla. Jefes que le encomendaban nuevas tareas, reconociendo su probada profesionalidad y capacidad, ahora la relegan a tareas insustanciales, mientras esperan la oportunidad de despedirla. Respuestas del ámbito laboral que, más allá de éste, encuentran reflejo en otros terrenos de la vida cotidiana. De nuevo, signos de sospecha. De nuevo, súbitos silencios o cambios de conversación al paso de la persona. Frialdad en los vecinos. Anónimos en los buzones. Suspicacias familiares.

Quienes así actúan no hubieran practicado la misma respuesta si el afectado hubiese sufrido un aparatoso accidente y apareciera inmerso en férulas y envuelto en escayola. Tampoco si se hubiese tratado de un infarto, de un tumor, de un ictus. O de un enfermo de COVID al que le hubieran quedado secuelas. Antes bien, la reacción habría sido efusiva, cariñosa, con las palabras de ánimo fluyendo como el agua de la catarata. Pues bien: quien sufre el latigazo de una enfermedad mental no es indiferente al calor humano. No lo es al intento de comprensión ajena de lo que constituye un cruel tormento personal; ni a la conversación que incluye la verbalización de los alfilerazos sentidos por el enfermo psíquico: dolor, miedo, angustia, desánimo, descontrol, pánico y tantos otros.

Los puentes de relación humana contribuyen a evitar la caída al abismo y a encontrar sendas de positividad que aceleren el remonte. El enfermo mental se beneficia de que su entorno sea comprensivo, animoso, amable y empático. La palabra es, a menudo, la píldora curativa de la mente. Escucharla, sólo atenderla, abre camino a la exteriorización de lo que, por oculto y reprimido, ha desbaratado el equilibrio del pensamiento y amagado la cara reconfortante de las emociones. Quizás, hoy las luces del sol seguirían incluyendo el destello de Verónica Forqué si las palabras necesarias la hubieran acompañado.