En el momento que iniciamos la redacción de estas líneas se cumplen justamente, minuto por minuto, treinta años de la caída de la URSS. Su bandera fue arriada por última vez, la federación que había nacido en 1922, muere y emergen 15 Estados independientes, Gorbachov presenta su dimisión, el partido comunista se disuelve, la guerra fría se acaba; son las 19 horas 32 minutos del día 25 de diciembre de 1991. La efeméride fue más adelante cualificada por Vladimir Putin como “la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX”. El acto que culminó con la muerte de la Unión soviética fue la reunión el 8 de diciembre 1991 de los presidentes de las tres grandes repúblicas: Rusia, Ucrania y Bielorrusia, (Boris Eltsine, Leonid Kravtchouk y Stanislav Chouchkievitch, respectivamente), en la residencia de caza de Belojef (Bielorrusia), donde firmaron un documento constatando que “la URSS ha dejado de existir, en tanto que sujeto de derecho internacional y realidad sociopolítica”

Desde finales del pasado octubre, los Estados Unidos vienen dando la alerta sobre la concentración y movimientos inhabituales de tropas rusas a lo largo de su frontera con Ucrania, lo que hace sonar las alarmas ante la posibilidad que Rusia esté planeando llevar a cabo próximamente una operación militar de gran alcance contra su vecino, la invasión del territorio. Tanto la OTAN como la U.E. instan a Moscú a actuar con transparencia y a abstenerse de llevar a cabo cualquier actuación bélica, lo cual consideran sería un “grave error”, una locura. Los europeos llaman a la calma, a la contención y a la responsabilidad a los dos países enfrentados. Negociar, dialogar y explicar lo que está pasando, decía el presidente de Estonia, son los valores que nosotros debemos conservar y que constituyen nuestra fuerza.

Rusia desmiente, para el exterior, que ésas sean sus intenciones, alega que los soldados rusos están en territorio propio y no amenazan a nadie, acusa a su vez a Ucrania de agrupar tropas en el este, de reforzar su capacidad militar, tanto en armas, suministradas por EEUU y Turquía, principalmente, como en personal; evoca las maniobras ensayadas por los norteamericanos y sus socios europeos en el mar Negro, tradicionalmente feudo respetado a los barcos rusos, acusa a la OTAN de querer atraer a Ucrania bajo su órbita y convertirla en un país antirruso. Putin pide iniciar conversaciones de fondo sobre este asunto, reubicar Minsk bajo la órbita de Moscú y garantías jurídicas escritas de que la alianza atlántica no acogerá en su seno a Ucrania, no se fía de la palabra de los occidentales, argumenta que ya los han traicionado en demasiadas ocasiones.

Kiev, sin embargo, rechaza categóricamente abandonar su proyecto de adhesión a la OTAN, pretensión que mantiene invariable desde 2008, en 2013 aspiraba a ingresar también en la U.E., ante lo cual Putin reaccionó con la anexión de Crimea. Por su parte, el gobierno americano no regala a Putin ni promesa ni concesión alguna respecto a sus pretensiones. Sostiene Biden que todo país debe poder elegir con quien se asocia. El memorándum acordado en la reunión de la OTAN en Bucarest en 2008 reconocía la aspiración de Ucrania y Georgia de pertenecer a la OTAN, hecho que no se ha producido, al ser necesaria la unanimidad, por la oposición de Francia y Alemania. En definitiva, en ese momento la situación de la frontera entre los dos países hermanos en la antigua URSS recuerda inevitablemente el escenario de 2014, cuando se produjo la anexión a Rusia de la península de Crimea.

Preguntado un especialista ruso en relaciones internacionales, Fiodor Loukianov, por qué esta crisis se produce ahora, responde con dos argumentos: primero la significativa cooperación militar hacia Ucrania; que ayuden a Kiev a incrementar su potencial militar puede ser más grave para Moscú que su adhesión a la NATO; la segunda razón es que el denominado proceso de Minsk, acuerdo en el que participan Rusia, Ucrania, Francia y Alemania, proyectado para solventar mediante el diálogo el problema de la región separatista de Donbass, está agotado, tampoco el presidente Volodymyr Zelensky es un jerarca que haga fácil el diálogo y el acuerdo, por ello consideran que el problema hay que resolverlo ahora, con el paso del tiempo puede complicarse aún más.

Después de la guerra fría entre comunismo y capitalismo, que pervivió desde el final de la segunda guerra, la grieta entre el este y el oeste de Europa no había sido tan amplia y profunda. Hagamos un resumen de los acontecimientos que han llevado a la situación presente: Ucrania ha sido y sigue siendo muy importante para Rusia, para gran mayoría de ciudadanos de uno y otro país son casi la misma cosa, desde finales del siglo XVIII nunca han estado separados, comparten la historia, la religión, la cultura, la lengua y muchos lazos familiares. Vladimir Putin está convencido que Ucrania volverá a Rusia algún día, no puede soportar su independencia, como tampoco la de Bielorrusia, Moldavia y Georgia, a los que quiere tener siempre a su lado. Más en particular, los rusos están muy atados a Crimea. Durante la segunda contienda mundial Sebastopol fue el puerto más estratégico de la URSS. La pequeña península perteneció enteramente a Rusia hasta que en 1954 el entonces presidente Nikita Khrouchtchev la adhirió a Ucrania, como un regalo; pero esto no cambiaba nada dentro de la URSS, las fronteras internas eran únicamente administrativas, Crimea seguía siendo soviética y el puerto de Sebastopol administrado enteramente por Rusia. Con el hundimiento de la Unión soviética, en 1991, Crimea pertenece a Ucrania, pero para la mayoría de los habitantes su país es Rusia. En el referéndum desarrollado el día 16 de marzo de 2014, el 97% de los votos se pronunciaron por la vinculación con Rusia, solo 3% respaldó la opción contraria, seguir unidos a Ucrania. Otro motivo de mucho peso es que en invierno los puertos del norte del continente, como San Petersburgo y Vladivostok permanecen helados, los barcos no pueden navegar, por tanto sólo Sebastopol es el que permite moverse por los mares, con acceso a través del Mediterráneo y el canal de Suez. El resto del territorio ucraniano ocupa una posición estratégica respecto a Rusia, por ahí han venido en la historia los ataques desde el oeste. El ingreso de Ucrania en la alianza atlántica supondría tener al más potencial enemigo en las escaleras de entrada a su casa, Rusia no lo digiere. Putin interroga cual sería la reacción de Washington ante un hipotético emplazamiento de misiles chinos en la frontera mejicana o de la propia Rusia en la línea de separación canadiense.

Cuando la antigua República Federal Alemana absorbió la República Democrática Alemana el país unificado quedó integrado en su totalidad en la OTAN y los Estados Unidos se comprometieron ante Rusia a no seguir la progresión hacia el este. Pero en 1999 Polonia, Hungría y República Checa ingresan en la NATO; los americanos prometen entonces no desplegar en esos territorios armas nucleares. En 2004 Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Slovaquia y Slovenia se incorporan a la alianza. Para Rusia todos estos incumplimientos sucesivos son una traición, los interpretan como una intención de Estados Unidos de cercarlos en su territorio. Así renace la oposición a occidente, como en los años de la guerra fría, pese a los esfuerzos y a la propuesta de Gorbachov, años atrás, de crear un hogar común europeo. Luego se sucedieron en Ucrania la “revolución naranja”, en 2004, el movimiento proeuropeo bautizado como “la revuelta de Maidan”, en 2013, que tienen por efecto una aproximación a occidente y un simétrico alejamiento de Moscú, la intervención en Georgia, en 2008, la instalación de escudos antimisiles por la OTAN, en Rumanía en 2016, en Polonia en 2020. Putin teme que su fuerza nuclear quede neutralizada por sus contrincantes. Para Rusia es demasiado…

La salida hacia el futuro la encuentra Rusia volviendo la mirada a China, que se convierte en su principal socio comercial, desbancando a la U.E. Los vínculos se extienden a otros campos, así han creado una alianza militar, denominada “cooperación de Shanghai”, y mención destacada merecen las “nuevas rutas de la seda” lanzadas por China, así como el poder que confieren a Rusia sus enormes reservas de gas; de ese modo van a convertirse en nuevos líderes del planeta, en lo mercantil, político y militar, desplazando a los norteamericanos. Atrás queda el discurso de abdicación de Gorbachov en el que lamentaba que “todo aquí está en abundancia, la tierra, el petróleo, el gas, el carbón, los metales preciosos, sin contar la inteligencia y los talentos, y sin embargo vivimos peor que en los países desarrollados, cada día estamos más retrasados en relación a ellos”.

¿Como superar esta situación de impasse, este callejón sin salida? La primera deseable solución sería que Rusia se ganara el afecto de Ucrania para que sus ciudadanos rebajaran el interés por occidente y mantuvieran relaciones amistosas y de buena vecindad con sus antiguos compatriotas. El territorio de Ucrania por su gran importancia estratégica, no puede convertirse en plataforma militar para fuerzas hostiles a Rusia. Fiodor Loukianov propugna la “finlandización” del país, concepto que expresa la neutralidad y no alineación con potencia militar alguna, esa fue la actitud de Finlandia entre la Europa occidental otanista y la URSS comunista. Argumenta el intelectual ruso que cada país debe ser consciente de su plaza geográfica y geopolítica; a algunos de ellos, como Ucrania, por su historia, su situación, los equilibrios estratégicos actuales les imponen limitaciones. Si su vecino es potente y están enemistados, entrando en la organización oponente, la NATO, no va a conseguir mayor seguridad, sino todo lo contrario, como es evidente en este momento. Otra solución lógica, pero al parecer nada sencilla, sería la que de soslayo deslizaba un colaborador de este periódico, “amb la desaparició del bloc soviètic, la seua existència (se refiere a la OTAN) encara fou més injustificable. L’objectiu principal que segueix albergant és continuar aplicant l’estratègia de dominació...Una veritable amenaça a la pau, a la llibertat i a la seguretat planetària”. Si el final de la URSS arrastró consigo al Pacto de Varsovia, lo indiscutible habría sido que otro tanto hubiera ocurrido a la alianza con la que contrapesaba su fuerza.

Es imprescindible, en este mundo armado hasta los dientes, donde cada conflicto sirve de justificación para comprar más cañones, más tanques, más aviones de combate, cambiar de modelo, de paradigma, arrumbar el belicismo y hacer cada vez mesas más grandes para sentar alrededor a los que tienen la capacidad de tomar decisiones, para que dialoguen, debatan, adopten acuerdos beneficiosos para todos. Nunca la guerra.

Terminamos estas líneas con la idea que manifiesta el diplomático Pierre Vimont, a Occidente le faltó una visión con coraje y de largo alcance para acabar con la rivalidad Este-Oeste y construir una nueva arquitectura europea, un sistema de seguridad y económico nuevo, sobre las ruinas de la Unión soviética; denuncia la miopía ante lo que podía haber sido un cambio tectónico sin precedentes. Gorbachov y Mitterrand hicieron propuestas en ese sentido, pero fracasaron.