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Tonino

LA SECCIÓN

Tonino Guitian

Cartas arriba

Sólo en València he sido tachado -nunca acusado porque no se atreven- de moralista. No es que les inquiete enormemente si me muero de hambre por no cagarme en mis principios sin necesidad: lo que importa es hacerme notar que dar mi opinión está bien, siempre que a la opinión puedas ponerle un alfiler en el medio y clavarla decorativamente en un cuadro en la pared, y así saltártela como quien oye llover. Únicamente levantarán una oreja si está su cargo o su nombre mezclado, y es entonces cuando ponen su bandera en la ventana como lo hacen durante las guerras los que menos dieron a la patria, en dinero o en sangre.

En general he notado que existe en València, a diferencia de en otras regiones donde es enormemente valorado, la creencia de que el intelectual es un ser irrisorio que actúa como un electrodoméstico anticuado: aunque funcione, ese diseño cuidado, ese mecanismo ingenuo hecho de engranajes evidentes que no pretende engañar a nadie, mueve a la compasión. Los intelectuales valencianos no han destacado por haber arrastrado multitudes, pero en las ceremonias de la izquierda se saca a pasear sus reliquias ante los ojos de los incrédulos y de los fieles como los restos momificados del santo.

Por supuesto que un moralista como yo podría cambiar sus principios por necesidad. Es de estrategas eficientes ofrecer un puesto de relevancia a un juez como Garzón, a un economista como Pimentel para atraer el voto de la gente que ha perdido la fe. Pero, en València, un instrumento tan poderoso como la televisión fue suficiente como para poner en la picota cualquier pensamiento de la Comunité.

No sé si todo empezó cuando Josep Vicent Marqués nos sorprendió haciendo realidad, en el programa de María Teresa Campos, aquello que él mismo sostenía en sociología: desnaturalizar lo que el sentido común naturalizó. Quizá vino de mucho antes, cuando Salvador Dalí se vendió al cachondeo de entregarse a la causa de un Franco necesitado de reconocimiento, cuando Camilo José Cela comprendió que la relevancia del escritor pasa por determinadas «boutades» como la de absorber agua por el ojete o cuando Torrente Ballester aceptó el premio Planeta igual que Camba prefirió una habitación donde dormir a un sillón en la Academia.

El caso es que cuando ese órgano de corrupción que es la televisión empezó a mover apetitosos premios delante de los intelectuales que se habían hecho su idea del bienestar, se pueden contar con los dedos de una mano los que no saltaron para disputárselos clavándose el colmillo entre ellos. No faltaron los posteriores advenedizos, que nunca llegaron a ser más que caspa en el viento, rancios y antiguos, disfrazándose del quiero y no puedo con su «glamour-ji-ji-jí», reivindicando la frivolidad, no la superficialidad, la alegría de vivir de Carmen Alborch, destapando su homosexualidad no para encontrar debajo los asombros de Cernuda sino el almíbar equilibrado de Monleón, que representó como nunca la unión del nuevo sentimiento fallero capitalino, esa parte del traje de fallera que quiere ser campesino y a la vez cortesano, con el orden moral que impone una medalla de la Virgen del Rocío para encontrar trabajo.

Háganse un favor: no me llamen moralista por decir lo que pienso de verdad cuando sé que la mentira es un arma. Hablo, claro está, de la mentira útil, de la necesaria. La mentira inútil es antipática, como odioso es el crimen innecesario. Es un arma de legítima defensa, nada vergonzosa ni degradante cuando se trata de poner llave al cajón de tu despacho, ni de cubrir con una codera el desgarrón de una chaqueta de sport cara. La mentira sirve para guardar el tesoro de nuestro pensamiento y para tapar los defectos de nuestra conciencia.

Ya que nuestro prójimo está siempre dispuesto a hacernos daño administrando en nuestro perjuicio el dinero público que nos roban, o de hacerlo de manera solapada, porque los jueces absuelven las estafas si estas son de suficiente calado y su importe lo pagamos los ciudadanos a escote, considero honestísimo el que hagan fracasar nuestros intentos de transparencia ocultándonos la verdad.

Este año no ha podido empezar de mejor manera: con las cartas cara arriba y con mi pretensión sincera de nunca querer tener la razón, porque aunque llegue a convencerles sé que acabarán por decirme (o por pensarlo, que es peor): Yo me he equivocado, sí, pero tú eres un imbécil.

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