Podríamos alcanzar a entender qué hay detrás de los disturbios en Kazajistán con apuntes sobre economía y política interna, pero para explicar el que un soldado bielorruso sea ahora desplazado más de 4.000 kilómetros para sofocar a los kazajos, requiere de cierta abstracción.

Hace un par de semanas, se celebraba en Moscú un juicio rápido por el que un instagramer de 19 años ha resultado condenado a cuatro años de prisión por mearse una noche sobre el panel expositor de un parque. Este hecho, que fue conocido por el vídeo que publicó su protagonista, se ha considerado de especial relevancia en Rusia porque la cartelera en cuestión, parte de una exposición biográfica, llevaba la imagen de un veterano –uno cualquiera– de la Segunda Guerra Mundial. O, mejor dicho, la Gran Guerra Patria, que es como allí diferencian el período bélico en el que la Unión Soviética dejó de ser aliada de la Alemania nazi, extremo que está vedado recordar en aquellos lares.

A pesar del intento de atenuar su responsabilidad alegando que iba bajo los efectos del alcohol y siendo que la misma conducta correspondía ser calificada como vandalismo, el chaval fue acusado de «rehabilitar el nazismo», al profanar públicamente la memoria de «los defensores de la Patria», hecho típico del código penal ruso. Porque, además, el cuerpo policial dedicado a perseguir el extremismo encontró un comentario en internet de este mismo joven en el que cuestionaba el sentido de la guerra. Y es que la toma de Berlín por el Ejército rojo –la victoria de hace 75 años que en Rusia sigue celebrándose cada 9 de mayo– es uno de los cimientos morales sobre el que se ha elevado Putin. Además, bajo la consigna popular de «podemos volver a repetirlo», sirve para dotar de confianza el enfrentamiento que mantiene con Occidente.

Como explicó el abogado del sentenciado ruso, el poder central, a través de los jueces, ha querido lanzar un nuevo mensaje a la sociedad, especialmente a los jóvenes, que cada vez más lo cuestionan todo, el que determinados aspectos como memoria soviética que enaltece a Stalin o religión –paradójicamente, ahora van allí en pack– fundamentan el orden público y la paz social que impone Kremlin.

El 9 de mayo como Día de la Victoria es consagrado con pompa militarista, además de en Rusia, también en Belarús, Armenia y Kazajistán, países que conforman la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva. La misma que acaba de enviar a Alma Ata a sus soldados para «pacificar» la primavera anticipada de los kazajos, tachados por el gobierno de terroristas. Lo de «terror» quizá sea más porque entre las demandas publicadas por los manifestantes kazajos se exige reconocer los años de imperio de la URSS como delito contra los pueblos postsoviéticos, así como condenar las últimas agresiones militares perpetradas por la Federación Rusa.

El secreto de este salto cualitativo en la disidencia, comparando por ejemplo con lo que ocurre en Belarús, donde el enfrentamiento a Lukashenko no cuestiona per se aquello que representa Putin, está también en la realidad demográfica. El grueso de la población kazaja es joven, mientras que Nazarbáyev empezó a imponer su régimen ya como mandatario soviético en los años 1980. Pero es una juventud no sólo sin líderes, sino tampoco símbolos que anteponer.

El antiejemplo democratizador en este sentido es Moldavia, que hace unos años añadió al sentido del 9 de mayo euroasiático la celebración del Día de Europa, fiesta del europeísmo, para que así las distintas generaciones de ciudadanos se sientan reconfortados con sus respectivas referencias simbólicas en esta fecha no laborable de su calendario.

Sirva todo ello para darnos cuenta de que la bondad que encierra el proyecto de la Unión Europea deja de percibirse –dentro y fuera– si no se sostiene sobre la constante presencia de una memoria común europea cuyo símbolo es el 9 de mayo de la Declaración Schuman de 1950, hecha realidad con la convergencia alemana y la integración bajo los presupuestos de democracia y libertad. Símbolo este de una victoria que, aunque basada en sacrificios pasados y presentes, siempre radicará en el futuro –mediante el progreso social– y que nunca traiciona los valores de la paz.

Es por eso que desde el Instituto 9 de Mayo reclamamos dar aquí el paso para que el Día de Europa se convierta en festivo a los efectos laborales.