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Elena Fernández-Pello

No más mataharis

Por raro que pueda sonar existen en el mercado varios diccionarios enciclopédicos del espionaje internacional. Es de suponer que en ellos las entradas correspondientes a agentes femeninas serán más bien escasas. En parte porque, efectivamente, ha habido muchas menos mujeres ocupadas en esas labores, pero también porque, como ha ocurrido en muchos otros negociados, las protagonistas femeninas han sido invisibilizadas. En este caso se supone que la invisibilidad es una ventaja, aunque no se les aplica por los mismos motivos que a sus compañeros masculinos.

La literatura y el cine se apropiaron del personaje de la espía, hipersexualizándolo y transformándolo en un estereotipo más de la pérfida seductora, que no necesita más que su atractivo y su encanto para desvalijar al más malévolo y desconfiado de los hombres. Eran Mataharis, a las que no se les reconocía ni mucha inteligencia ni demasiada valentía ni un gran espíritu de sacrificio por la patria, aunque la historia está plagada de mujeres que desdicen ese topicazo, que debía de tener mucho éxito entre el público, especialmente masculino.

Christine Granville, una rumana fichada por los servicios de espionaje británicos, fue una de aquellas espías que cambiaron el rumbo de la historia. Excepcionalmente sagaz e intrépida, dicen que, entre todas las agentes, ella era la favorita de Winston Churchill. En la Segunda Guerra Mundial Churchill reclutó a más de tres mil mujeres para la división de operaciones especiales. Granville, de familia aristocrática, estaba excepcionalmente bien relacionada y en Francia, donde se lanzó en paracaídas, ayudó a organizar la Resistencia. Fue fichada para el servicio, como otras muchas, por Vera Atkins, que fue el primer agente británico que logró entrar en «Enigma», el sistema de codificación que los nazis utilizaban en sus comunicaciones. Hubo también discretas y respetables amas de casa, como la rusa Ursula Kuczynski, que consiguió para Stalin documentos secretos sobre el programa nuclear británico y a la que Vladimir Putin nombró, por decreto, «superagente del espionaje militar».

En la Revolución de las Trece Colonias, a finales del siglo XVIII, también fueron decisivas algunas agentes secretas, a las órdenes de George Washington. Una de ellas fue la agente 355, poco más se sabe de ella. Quizá fuera una tal Anna Strong, aunque su identidad era tan confidencial que ni siquiera su contratador la conocía. Pertenecía a «The Culper Ring», la red de espionaje de los independentistas, y se encargaba de filtrar informaciones estratégicas a los rebeldes.

Jessica Chastain ha dedicado a aquella desconocida una película en la que comparte reparto con Diane Kruger, Lupita Nyong’o, Penélope Cruz y Fan Bingbing, un thriller de espías dirigido por Simon Kinberg y en cuya producción participa la propia Chanstain. Se titula simplemente «The 355» y su estreno en España está anunciado para el 21 de enero. Sus protagonistas son especialistas en informática o psicólogas, de distintas nacionalidades y razas, alguna es madre, alguna otra se opone al uso de las armas. La película fue ideada por Jessica Chanstain como un acto justiciero, para vengar a aquellas espías a las que tan poco mérito se les reconocía y, de paso, para resarcirse de una industria, la del cine, que, según sus propias palabras, «ha devaluado a las mujeres durante muchos años».

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