València le debe un reconocimiento a Ricardo Bofill como se lo deberá a Santiago Calatrava un día. El arquitecto catalán fallecido este viernes tuvo a principios de los años 80 la audacia de aceptar un encargo que parecía una locura y que, sin embargo, convirtió a la ciudad del Turia en la envidia de todas por disponer del mayor jardín urbano, de casi 9 kilómetros de longitud y 150 metros de anchura media, en el hueco que sólo 30 años antes había sido un devastador y furioso curso de agua. Pensar en grande dio resultado.

El tardofranquismo quería convertir el viejo cauce del Turia en una tupida red de autopistas de entrada desde Madrid y salida cerca del Puerto hacia Barcelona. Pero la democracia local llegada en 1979 reconvirtió aquel plan en una oportunidad verde, un pulmón que permitiría articular la nueva ciudad desde Campanar hasta Nazaret, al grito popular reivindicativo de “el llit es nostre y el volem verd”. Fue el principio de la València que quería cambiar.

Un joven arquitecto llamado Alejandro Escribano, que años más tarde dirigiría los trabajos del Plan General de València de 1988, convenció al entonces alcalde socialista Ricard Pérez Casado de que el proyecto del Jardín del Turia podía ser cosa de Ricardo Bofill, ya entonces una estrella rutilante en su estudio de Sant Just Desvern. Y allí que se fueron Escribano y el primer teniente de alcalde y concejal de Urbanismo, Juan Antonio Lloret, a convencer al arquitecto que hablaba como un filósofo para que aceptara, cosa que hizo sin necesidad de insistirle mucho.

Los bocetos y maquetas de Bofill para el ambicioso proyecto atrajeron a más de 100.000 personas a una exposición montada en la Lonja para presentar el plan en público. El arquitecto catalán dividió el viejo cauce en tramos y esbozó cada uno de ellos, quedándose para su ejecución directa dos: los sectores X y XI, entre el puente del Mar y el del Ángel Custodio, donde aún hoy lucen los huertos de cítricos, las acequias (sin agua) que los recorren, el estanque circular bajo el puente del Mar para que se pueda ver el reflejo de esta joya; los elementos neoclásicos que flanquean la fuente ante el Palau de la Música y otros detalles de estilo que el arquitecto quiso incorporar a su obra.

Los otros tramos fueron diseñados y realizados por otros equipos, como Vetges-Tu (sector II); por el ayuntamiento (estadio deportivo del tramo III); por el municipio con ayuda de la Generalitat (parque Gulliver en el tramo XII); o por la Administración autonómica en solitario (los correspondientes a la Ciutat de les Arts i les Ciències). Bofill previó inicialmente un gran foro central del jardín para grandes eventos de la ciudad ante las Torres de Serranos pero las estrecheces económicas municipales, los sobrecostes (sí, sí, también) y los cambios políticos frustraron aquel ágora, sustituido por un campo de fútbol de tierra.

La etiqueta de un cierto “cajón de sastre” se apoderó del Jardín del Turia, que sin embargo ha superado la treintena con sobresaliente, gracias al porte y variedad de su vegetación, la gran cantidad de servicios y posibilidades que ofrece y también a una cierta armonización de elementos que llegó cuando se transformó en el circuito de actividad física más importante de la capital. Con todo, el sueño de Bofill y de aquella incipiente democracia aún está por concluir. Aguas abajo del Oceanogràfic, el viejo cauce poco tiene que ver con aquellas maquetas de la Lonja. A la ciudad le falta encontrarse con el puerto, en muchos sentidos, pero ese “cap i casal” al que cuesta tanto reconocer el mérito debe a Bofill un agradecimiento expreso, público, por haber contribuido a sentar las bases de una nueva València que hoy enorgullece a la mayoría.