Hace unos días, Lluis Basset acababa un artículo diciendo: «¿Alguien duda ya de que Trump sea un infiltrado en el Kremlin?» Que diga esto un periodista reputado, en un diario serio, no parece tranquilizador. Obliga a pensar en qué se ha convertido el mundo, en cómo evolucionan las elites estadounidenses y se configuran los liderazgos y las influencias, para que eso se pueda decir. No es sin embargo lo más sobrecogedor que nos viene de América.

George Parker es un periodista prestigioso, autor de un reciente ensayo, Last Best Hope, sobre la crisis de la república norteamericana. El primero de enero, para desearnos los mejores augurios en 2022, fantaseaba con los escenarios probables que podían acabar con la democracia americana. Los concentraba en una elección presidencial reñida, impugnada por los tribunales y seguida de un estallido popular con enfrentamientos civiles. Lo más grave del artículo no es que reconozca la fragilidad de la sociedad norteamericana y la imprudencia y egoísmo de sus líderes. Lo más grave es, afirma, que «algunos estadounidenses realmente anhelan un enfrentamiento armado». La atmósfera repite el siniestro 6 de enero de 2021. Basta con una intensificación, con una escalada de lo que sucedió ese día, para que la imaginación se dispare.

Por su parte, la lenta y constante erosión china de la democracia en Hong-Kong ha dado sus frutos y todos consideran vencida la rebelión de los paraguas. Y no solo eso. El presidente chino Xi Jinping, en un discurso en julio de 2021, ha centrado sus expectativas alrededor de la celebración en 2049 del primer centenario de la república china y uno de los puntos de ese horizonte es la reunificación de Taiwán con el continente. Por supuesto, la isla no ha respondido con una declaración oficial de independencia porque no desea provocar una reacción violenta de Pekín, pero si leemos algo de la actualidad de Taiwán nos asombra su actividad comercial, económica, diplomática y cultural. Su presidenta Tsai no cesa de firmar acuerdos con Canadá, Chekia, Nigeria, Lituania y Vietnam, para dar ejemplos que implican a países de todos los continentes.

El mundo se tensiona en los espacios de fricción de las grandes potencias y los que se queden en terreno de nadie lo van a pasar mal. Ejemplo, Turquía. Que Draghi dijera al mundo que Erdogan es un dictador fue pronunciar una sentencia de dejarlo fuera del mundo occidental. Resultado: la inflación se dispara a un 36%, la lira se hunde a mínimos históricos, los gastos en reservas para frenar su desplome se eleven, los ahorradores no cesan de cambiar sus depósitos a dólares. Mientras, el nivel adquisitivo de los salarios se ha deprimido hasta el punto de que la exportación crece porque las empresas extranjeras se instalan en el país ante los salarios bajos. Erdogan puede mantenerse en lo que llama una nueva China, pero arruinando a su pueblo.

En este contexto nadie es solvente, nadie estable. Si uno mira más hacia oriente, de donde dicen que viene la luz, las noticias son inquietantes. Pakistán asegura que el gobierno indio de Modi es una amenaza para la paz en la región y lo acusa de guardar silencio ante los extremistas hindúes que llaman a un genocidio de musulmanes. Al final, el Supremo indio investigará este asunto. No es menor barbarie que se hayan denunciado sitios web en el país donde se subastan mujeres musulmanas. Y es que esta costura que teje Cachemira con pespuntes ligeros, y que afecta a 200 millones de habitantes, puede estallar en cualquier momento. Modi, que usa el yoga como soft-power, no es un angelito precisamente y los campesinos, que le han plantado cara por su intento de reforma agraria, hacen bien en no fiarse de él. Sus vínculos con la Organización Nacional de Voluntarios, de extrema derecha, son firmes y se sospecha que simpatiza con el programa de declarar India un estado confesional hindú. En todo caso, hay un refuerzo del hinduismo para detener la occidentalización. También ha prohibido que fondos extranjeros ingresen dinero en India.

Los beneficios del llamado multilateralismo, hasta ahora, son que cada uno busca aumentar su poder para entrar en la lucha general. Ese es el mundo hacia el que vamos. Las tensiones así ofrecen coartadas a los gobiernos fuertes, autoritarios. Los más competitivos, los que proyectan el modelo, los que tienen todos los resortes en sus manos, los arquetipos, son China y Rusia. No tienen que disponer de presidentes infiltrados para reproducirse. Basta la coartada de que bajo su modelo los países serán más fuertes.

Que, al día siguiente de los disturbios en Kazajistán, China comprara la tesis de la injerencia extranjera, revela algo más que un acuerdo puntual con Rusia. Induce a creer en un acuerdo estratégico de largo alcance entre las dos potencias. China, con su apuesta por una mundialización de mercados abiertos, asentó el principio de una influencia mundial sin presencia de tropas fuera de su territorio. Para eso trabajará Rusia, que tiene una larga experiencia desde 1954. Por Siria sabemos que no abandona jamás a un amigo, al precio que sea. En estos tiempos, nadie quiere amigos tibios.

Con estas bases, el mundo en 2022 no será precisamente un lugar seguro. El principio que ha afirmado la OTAN esta misma mañana en Bruselas, de que cada país tiene el derecho a decidir dónde situarse, no parece que vaya a hacerlo más seguro. Suena a que la batalla se va a dar país a país, hasta el fondo de Asia. No sabemos dónde acabará. Sospechamos que Europa no tiene nada que ganar con este principio. La respuesta rusa, desestabilizar Europa país a país, va a ser también redoblada. Y desde luego, ¡ay de los que sucumban a la desestabilización!