El año conmemorativo del nacimiento de Joan Fuster se funde con la crisis del coronavirus y el avance del extremismo que ya le persiguió en vida. Un telón de fondo que, probablemente, despertaría una mirada irónica en el autor de Sueca. La mirada de una mente lógica y aguda navegando por un mar de discusiones, de preguntas sin respuesta, de respuestas difusas y de perplejidades resucitadas.

El Fuster de 2022 comprobaría que la lengua propia de los valencianos, aquella que fue el inmenso vivero de su producción literaria, se encuentra con mayor asiduidad en la escuela y en los actos oficiales, flojea en las calles de algunas de las principales geografías valencianas y rinde una producción creativa que, no por ser creciente, logra superar sin lastres las fronteras de la visibilidad. Una lengua viva, pero de vivacidad vacilante. Una lengua obtenida mecánicamente, a menudo, mediante el programa Salt, desarrollado por la conselleria del ramo. Una lengua amparada por una radio y televisión de anémica audiencia, restos de un pasado naufragio que logró su rescate cuando lo que se llevaba ya eran las plataformas audiovisuales, las redes sociales, el todo aquí y ahora.

El Fuster de hoy constataría que el mecenazgo de la cultura valenciana sigue recayendo, fundamentalmente, en las instituciones públicas. Acaso se sorprendería ante la presencia de un micro-clima filantrópico, más dependiente de voluntades individuales que de alianzas colectivas. Un altruismo centrado en el coleccionismo de obra pictórica y gráfica y en la recuperación de edificios monumentales, que ha tendido a descartar las restantes parcelas de la obra cultural. Un sesgo que no cabe calificar de casual porque, como también observaría el Fuster de hoy, la lengua propia todavía no ha encontrado la paz como referente social y comunicativo de los valencianos. Se coexiste con la lengua y se la administra con la facilidad que siempre hemos mostrado en esta tierra para el cálculo de pros y contras ante posibles descontroles emocionales. En aplicación de esa facilidad, la percepción de que el uso del valenciano pueda resultar molesto para alguien acalla su uso en las iglesias y en abundantes púlpitos de la sociedad civil. Siempre queda, para los ánimos inconformistas, su empleo oficial o festivo.

2022 también puede estar llamado a ser el año del descubrimiento del escritor como persona acogedora de pasiones, alegrías y frustraciones. Disponemos de un conocimiento progresivo de su obra, incluidas sus relaciones epistolares, pero puede que se precise una visión más laica de Fuster. En ocasiones se recoge la impresión de que existe un velo protector que pretende mostrarnos una imagen santurrona del autor, alejada de cualquier imperfección humana. Sin embargo, el respeto que merece como gran intelectual y el calado de su obra son otros tantos motivos para que se desvanezcan los temores que ocultan los aspectos personales y las visiones controvertidas presentes en su vida y obra. Entre otras razones, para que dejemos de obligar a la palabra de Fuster a ir más allá de donde él deseaba. Fuster no era sociólogo ni economista y tampoco disponía de un conocimiento analítico del País Valenciano, por más que redactara una de sus más extensas guías. Fuster no era un político partidista, y su presencia en actos y manifiestos reivindicativos cabe enmarcarla en su personal cultivo del civismo, la convulsión de lo biempensante, el compromiso con la recuperación de una cultura propia y el ejercicio de una mentalidad librepensadora. Fuster ni siquiera era fusteriano y formaba parte de los poquísimos valencianos que aspiraban a vivir de lo que escribían. El que en ocasiones podía semejar un Fuster arisco y alejado era el mismo que empleaba tales barreras para proteger el tiempo que reclamaban su trabajo y hacienda.

El año Fuster, finalmente, puede ser ocasión para que se extienda una reflexión sobre el estado de salud de la cultura valenciana. Ahora, a medida que han desaparecido o están dejando su actividad diversas personas que han sido referentes de sus respectivos campos, ¿nos encontramos satisfechos del relevo que reemplaza su ausencia? ¿Hemos avanzado, desde los tiempos de Fuster, en el desarrollo de una red creativa sostenida por una amplia generación de artistas, escritores y arquitectos? ¿Se encuentra confirmada por la inquietud intelectual existente en el territorio valenciano y la densidad de sus agentes culturales? ¿La acredita el impacto de la obra cultural valenciana en el resto de España y en el plano internacional? ¿Se encuentra la potencia económica de esa cultura al mismo nivel que en otros territorios con lengua propia? La ausencia de una mayor colaboración público-privada, ¿es el resultado de la fosilización de intereses creados, agrupados en capillitas? ¿Cuánta gente puede aspirar a vivir exclusivamente de los oficios culturales sin sucumbir en la miseria?

Fuster como pasado a descubrir y conmemorar es la primera piedra que cabría colocar en 2022. Fuster como revulsivo, disolvente de autocomplacencias y fustigador de inhibiciones e inciensos, la segunda. Sin ésta, puede que a las debilidades de los valencianos se venga a sumar una cultura más de escaparate, -apariencia y aislamiento-, que de combate, calidad y vanguardia.