Capitán Swing es una editorial que últimamente se centra en la publicación de libros sobre la historia contemporánea de Estados Unidos. Algunos de ellos, como el de Quinn Slobodian sobre los defensores del comercio global, o el de Vicent Bevins, El Método Jakarta, sobre la eliminación de comunistas por los diferentes gobiernos norteamericanos de la Guerra Fría, son verdaderamente interesantes. Ahora edita el de Chomsky, Sobre al anarquismo, que tiene su interés. Chomsky ha confesado su admiración desde niño por aquel momento de la historia reciente en el que los comedores del Hotel Ritz de Barcelona se llenaron de trabajadores vestidos con sus monos, recién llegados de las fábricas de la retaguardia. Así que seguro que las reflexiones de Chomsky sobre el anarquismo nos interesan especialmente a los lectores españoles.

En realidad, no estamos en condiciones de medir desde España lo que ha significado Chomsky en América, la manera en que se ha integrado su pensamiento en la tradición de Henry D. Thoreau. Bastaría recordar al inolvidable Vigo Mortensen en esa escena de Captain Fantastic, de 2016, en la que celebra el aniversario de Chomsky como una fiesta nacional americana, para comprender hasta qué punto está presente en la cultura de la resistencia. Ahora, a sus 93 años, y para reforzar el libro sobre el anarquismo, nos muestra con lucidez su preocupación ante el hecho de que, a diferencia de los años 30, cuando Estados Unidos respondió a la crisis mundial con una profundización en la democracia, ahora su país avance decidido hacia la proclamación de un Duce II, destinado a implantar un nuevo sistema político en América. Es más, nos asegura que hay una producción legislativa para que la próxima vez los jueces emitan sentencias favorables a las reclamaciones de fraude de Trump.

Como se puede suponer, todo esto resulta muy inquietante. Sin embargo, creo que podemos tomar un comentario que parece menor para desarrollar algunas de estas ideas. Dice Chomsky, en esa entrevista que El País publicó el domingo pasado, que la diferencia fundamental entre 1932 y el presente reside en que, en aquella crisis, que él mismo experimentó en su infancia, se vivía con esperanza. La cosa parece menor, pero puede elevarse a trascendental por lo que diré luego. Ahora lo crucial del comentario de Chomsky nos invita a profundizar en el paralelismo entre aquel momento decisivo de la historia occidental y el momento presente.

En este sentido, a menudo se olvida que, aunque dolorosa, la crisis bursátil del año 29 no fue la más decisiva. Este lugar debe reservarse para la crisis financiera alemana de 1931, que arrastró a la crisis financiera de Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Lo que siguió a esa crisis alemana, que consistió sencillamente en la imposibilidad de pagar créditos que vencían a corto plazo, fue un colapso financiero de dimensiones globales, porque los planes de Dawes de 1924 y el de Young de 1930 para el pago de indemnizaciones de guerra había entretejido las finanzas alemanas con las de todo occidente. Ese colapso financiero llevó a las cifras de paro más altas de la historia alemana y al círculo de impagos de la deuda privada de las empresas. El dominó fue imparable.

Entonces surgió, desde las elites directivas de la cancillería y del propio presidente alemán Hindenburg, entre las que se encontraban los amigos Johannes Popitz y Carl Schmitt, la acuñación de la divisa fundamental: estado fuerte y economía sana libre. Fue lo que se llamó «liberalismo autoritario». Estado fuerte, con líderes poderosos capaces de neutralizar a los rivales políticos; economía sana, al margen del poder político, entregada a sus propios asuntos y protegida de las reivindicaciones salariales por el poder ejecutivo. Esa consigna, que pusieron en marcha los ordoliberales como Alexander Rüstow, tenía como finalidad destruir el orden constitucional de Weimar. Si alguien quiere saber dónde se aplicó, que mire la política franquista desde 1959 y el Chile de Pinochet, dos ejemplos de liberalismo autoritario.

Hace una década que el estudioso norteamericano Bruce Ackermann nos viene advirtiendo de los paralelismos entre la república americana y la de Weimar. El objetivo central de sus observaciones es que el presidencialismo americano estaba comenzando a parecerse al presidencialismo de excepción de aquella República alemana. Pero hoy estamos en condiciones de precisar ese diagnóstico. La fase final de ese paralelismo ya sabemos que usará esos poderes concentrados del presidente para imponer un liberalismo autoritarismo semejante al que ofrecieron Carl Schmitt, Johannes Pöpitz y Rüstow en la fatídica fecha de 1932. Lo que venga después es tierra incógnita.

Pero usar las agencias y los poderes presidenciales (incluidos los protocolos de tortura y la instalación extraterritorial de Guantánamo) es solo una parte de ese liberalismo autoritario que se viene construyendo paso a paso. La otra cara del asunto es cómo tener suficiente apoyo popular para llevarlo a cabo. Aquí las reflexiones de Chomsky nos abandonan. Solo llegaremos a algo claro en este asunto si reflexionamos sobre aquel laboratorio Weimar, la experiencia central del mundo contemporáneo. Y en este sentido, lo que debemos preguntarnos es cómo se gestionó la esperanza y la expectativa en 1932 y cómo se gestiona en la actualidad.

Por eso, el comentario de Chomsky, aparentemente trivial, tiene mucha relevancia. Lo que debemos identificar es qué régimen de esperanza, de temporalidad y de futuro está en condiciones de forjar las subjetividades adecuadas para que ofrezcan su fidelidad a la formación de un liberalismo autoritario con su líder fuerte. Con independencia de la respuesta que demos, a la que espero aproximarme en el artículo de la semana que viene, no podemos albergar dudas de que, en el centro mismo de la agenda de amplias capas del Partido Republicano, la consigna es la formación de un liberalismo autoritario y promover esa subjetividad necesaria para su triunfo.