En otros tiempos y ligados a mi infancia, una de las actividades más gratificantes o que despertaban más mi atención, era la realización del álbum de fotografías familiares; ver cómo se iban depositando y ordenando los recuerdos gráficos sobre las láminas del álbum ahora presididas por antepasados de gestos severos en el estudio de fotografía todavía de aires decimonónicos. Junto a las fotografías de carácter más «histórico» otras imágenes más recientes esperaban su turno, fotografías familiares realizadas con una máquina doméstica ya fuera con motivo de una excursión a Peñíscola, un dia de playa en el Saler o el estreno del nuevo coche familiar.

Las imágenes de nuestras vidas, además de su huella gráfica, contienen su propia banda sonora, su currículo sonoro a pesar de ese tsunami que significa siempre el paso del tiempo sobre nosotros y la memoria. Algunas de estas bandas sonoras continúan puntuando nuestro álbum familiar. Si tuviera que hacer mi primera playlist, viajando en esa máquina del tiempo que proponía H.G. Wells, entre mis primeras bandas sonoras aparecerían algunas de las melodías radiofónicas de los programas que escuchaba en casa, entre ellas, la canción Indian Summer que anunciaba el Consultorio de doña Elena Francis señalando canónicamente el paso de las horas de la tarde. El viaje melódico continua con la voz melosa de Nat King Cole cantando en español Ansiedad. «Ansiedad de tenerte entre mis brazos, musitando palabras de amor» repetía la voz del crooner americano mientras la fotografía de mis primas Angelines y Amelia con sus faldas de tela de vichy- como la que llevaba Brigitte Bardot en su boda con Jacques Charrier- se añade al álbum de familia.

En un momento determinado aparecieron los Beatles y aquel A Hard Day’s Night que sonaba como un objeto no identificado de manera abrupta en la radio. A la salida del colegio me detenía frente a las vitrinas del cine donde se proyectaba la película Qué noche la de aquel día, el cartel de los cuatros músicos sentados en unas sillas con sus nombres estampados supuso mi primera comunión con la modernidad. En el tocadiscos de mi hermano mayor se encadenaban el Dúo Dinámico, Adamo, Los Brincos, la trompeta de Roy Etzel y el vibrante timbre sonoro de Gelu. Y en eso llegó Nancy Sinatra y unas botas que no dejaban de caminar y girar en el tocadiscos a 45 r.p.m. La fotografía de la cantante en la portada del disco con un vestido minifalda y unas botas dio varias veces la vuelta al mundo en mi cabeza durante un tiempo.

En esa primera división musical femenina de mi infancia ocupaba un lugar de honor Sandie Shaw desde que la había visto cantar con un vestido estilo Baby Doll y pies descalzos en el Festival de Eurovisión. La magia de la televisión en blanco y negro se fundía con la figura de la cantante inglesa. La discoteca familiar se iba incrementando en un totum revolutum donde aparecían los Rolling Stones, Procul Harum, Marisol, The Supremes, Juan & Junior, The Four Tops y el irresistible Soul Finger de la banda The Bar-Kays, una formación de músicos negros que ocultaban los dibujos pop de la portada del disco. Mis primeras inquietudes-y rebeldías sin causa- vinieron señaladas por las canciones de Joan Manuel Serrat y aquel misterioso-para mí- mensaje de «no radiable» que aparecía impreso en la canción Poco antes que den las diez. Primeros años del bachillerato. En poco tiempo había pasado del riff de Jimmy Page de Led Zeppelin a los versos de Machado en versión pop. Tampoco faltaron como música iniciática el álbum Bridge over troubled water de Simon&Garfunkel y el Tapestry de Carole King.

Afortunadamente en un momento de mi adolescencia se cruzó en mi camino David Bowie, «Ch-ch-ch-ch-changes» y el mundo y la vida parecía más diverso, complejo y sobre todo lleno de fantasía. Ahora en la cadena de música que había sustituido al viejo tocadiscos, las canciones de Bowie llegaban de otros mundos lejanos donde los hombres podían llevar maquillaje y pelos de colores como sugerían las portadas de sus discos. Mi nómina de cantautores se incrementó con otras sensibilidades, por la banda italiana, Lucio Battisti, Lucio Dalla, y por la brasileña, Chico Buarque, Caetano Veloso y el maestro, Joao Gilberto, mientras se sumaban otros géneros o redescubría otras voces. Años de insurgencia musical. Cada nuevo descubrimiento se encadenaba con otro y así pasaba de la diva egipcia Umm Kalzum al ritmo boogaloo de La Lupe. El bandoneón de Astor Piazzolla le daba la vuelta al tango y las canciones de Gato Pérez hacían otro tanto con la rumba catalana. La canción francesa ya no acababa en Brel y Brassens, continuaba con Françoise Hardy, Barbara, y también Gainsbourg cantando La Marsellesa a ritmo reggae y sumando nuevos escándalos.

Ahora, cuando escucho las canciones en Spotify u otras plataformas, en el móvil o en el ordenador, de algunas de aquellas bandas sonoras, irremediablemente me invade cierta melancolía, el recuerdo de un tiempo en el que un disco girando en el tocadiscos era una experiencia que podía cambiar tu vida. O así me lo parecía a mí.