Cada vez es más difícil pararse a escuchar, a pensar, a vivir. Pararse a ver qué es la vida y cómo vivirla, en medio de las obligaciones adultas y de este escenario algo aterrador, entre el incremento del IPC, la incidencia de la pandemia y el temor a nuevos conflictos geopolíticos. Seamos honestos: es mucho más fácil ejecutar, seguir enfrascados en nuestras mascarillas, que ver cómo quiere uno vivir su vida, qué necesita el otro o por qué merece la pena luchar.

Y para vivir, pero vivir de verdad, hay que enriquecerse de momentos y de personas. De “ratitos”, como dice mi madre. Porque si no, nos pasará como esa famosa frase de John Lennon que dice algo así como que la vida es aquello que pasa mientras hacemos otra cosa.

Imbuida por esta reflexión de sábado por la mañana, después del café, me dirigí al mar. El mar da una sensación de inmensidad, como si quedará mucho por recorrer, como si lo que ahora nos preocupa acabará diluyéndose entre las olas, como si la vida fuera un gran viaje que debemos emprender hacia algo inexplorado. Los rayos de sol de invierno siempre son reconfortantes, pensé. Y así, seguí la travesía.

El objetivo de este paseo matinal era parar en el Edificio del Reloj de la Autoridad Portuaria de Valencia que, como viene siendo habitual, acoge exposiciones de interés cultural. En esta ocasión era el turno de “Quino: Mafalda y mucho más”, una de esas pequeñas cosas que hacen de un sábado un día extraordinario.

Volver a recorrer las viñetas del humorista argentino fue para mí volver a pensar en las causas por las que merece la pena luchar, retratadas no solo en los dibujos de esta jovencísima mujercita sino en todo lo que Quino hizo en su trayectoria, gran parte de ella hasta ahora desconocida para mí.

Mafalda te hace pensar cómo está estructurado el mundo, que habría que echarle cremas para embellecerlo como hace ella misma. Temas como la libertad, la educación, el sistema económico mundial, las desigualdades sociales y los derechos humanos aparecen retratados en las viñetas de Quino, despertando miradas de complicidad y gestos de afirmación entre los allí asistentes. De vez en cuando, se oía una tímida carcajada, porque, pese a la mascarilla, es incontenible la risa ante algunas de las escenas que se retratan. Y todo desde ese razonamiento que solo tienen los niños, desde el humor que, en realidad, más que desilusión, abre la puerta al espíritu crítico y, con él, a la voluntad de cambio.

Y recordé algo que había quedado en un segundo plano con el paso de los años. Cuando era pequeña, antes de dormir, leía junto a mi hermana las viñetas de Mafalda. Nos acurrucábamos entre las sábanas y abríamos los pequeños libros que editó El País. De pequeña odiaba el pescado y eso hacía que me identificara con su causa contra la sopa. Ahora, con el paso de los años, la sopa se ha transformado en otros problemas, en otras reivindicaciones, en otras causas por las que luchar. Lejos de desalentar, Mafalda recuerda que todavía queda mucho por hacer, mucho por recorrer, mucho por lo que luchar para acabar con los males endémicos que aprisionan al mundo y a nosotros mismos. Empecemos por vencer el aislamiento que ha generado la pandemia y mirar hacia la cultura, hacia la vida, hacia el que sufre y encontraremos respuesta de por qué la sopa debería estar prohibida.