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Julia Ruiz

A PIE DE PÁGINA

Julia Ruiz

Efecto espectador

No descubro nada nuevo si digo que aquello de que la pandemia nos iba a hacer mejores como seres humanos es un cuento chino. Quizás sirva de eslogan para algún partido en una campaña electoral o la publicidad encuentre la forma de convertir la empatía en una etiqueta más. Igual vender verde que solidaridad pandémica. El comportamiento humano es, sin duda, complejo. Está influido por decenas de factores, por la cultura, por los valores personales y sociales, por emociones propias, por la historia personal e incluso por la genética. Pretender que una pandemia, por dura que sea, cambie nuestra manera de estar en el mundo es, según se mire, subestimar o sobrestimar la especie humana. En este medio siglo han pasado miles de acontecimientos relevantes, y no todos malos, pero no consta que hayan modificado de forma sustancial nuestra conducta ante la desgracia ajena.

La reflexión viene a cuento de la penosa muerte por congelación en una plaza de París del fotógrafo René Robert. El hombre, de 84 años, se desmayó mientras paseaba. Cayó desplomado en la acera a las 9 de la noche, en el centro de la ciudad, y por allí pasaron (se supone) decenas de transeúntes y nadie le brindó ayuda. Su cadáver fue encontrado a primera hora de la mañana. La triste historia me ha hecho recordar algo que estudié hace años en una asignatura llamada Psicología Social que se cursa en Sociología. Esta disciplina estudia cómo los pensamientos, sentimientos y comportamientos de las personas son influidos por la presencia real o imaginada de otras personas. En otras palabras, la actividad o la conducta del individuo tal como se da en el proceso social. Muy estudiado en este ámbito fue el asesinato de Catherine Genovese, un caso que dio lugar a la teoría conocida como el «efecto espectador» y que podría explicar por qué nadie auxilió al fotógrafo de París. Hay que remontarse a mayo de 1954 y al barrio de Queens (Nueva York). Catherine regresaba a su casa de madrugada y fue atacada por la espalda. Sus gritos de terror pidiendo ayuda despertaron a decenas de vecinos (según se constató después en los informes policiales), pero sólo cuando el agresor desapareció alguien decidió llamar a la policía. El ataque duró 45 minutos y Catherine murió apuñada y violada.

El impacto que este suceso generó dio pie a varias investigaciones sociales de laboratorio para tratar de explicar por qué nadie movió un dedo. La teoría resultante fue que una persona es menos propensa a prestar ayuda cuando están presentes otros espectadores. En un contexto de muchedumbre la responsabilidad de actuar tiende a extenderse entre más personas, lo que disminuye el estímulo de la conducta de ayuda. Sabiendo esto, me pregunto si todas aquellas personas que se cruzaron la madrugada del jueves con el fotógrafo tumbado en la acera diluyeron su responsabilidad en los demás, si pensaron que dado que nadie hacía nada, mejor no actuar, si quizás no era conveniente actuar, si les pondría en peligro o sencillamente, si no valía la pena ayudar a un posible vagabundo. El resultado es que esa noche nadie socorrió a René, igual que hace 70 años nadie llamó a la policía mientras Catherine pedía auxilio.

Alguien podrá objetar, y tendrá razón, que existe otra cara de la moneda, la del comportamiento altruista y solidario de otras muchas personas, que incluso ponen en riesgo su vida para ayudar al prójimo, que no quedan paralizados, ni esperan a que otros actúen para hacerlo ellos, que optan por ser agente activo y no mero espectador. En algunos talleres de defensa personal, se aconseja a las mujeres que en caso de sufrir una agresión por la calle, griten fuego y no auxilio. Sostienen, basándose en estudios psicológicos, que el primer grito generará curiosidad, mientras que pedir socorro puede ser inútil. Así que ante una desgracia o un ataque en plena calle, mejor grite fuego que auxilio y si no puede que ni una cosa ni otra, confíe en que entre el público algún espectador tenga afán protagonista.

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