Acusaciones que parecen dignidades heridas; rebatimientos que también lo parecen; argucias que semejan razones; regüeldos que aparentan redargüires que simulan argumentos; corajinas garrapiñadas de falso decoro; escandalizaduras postizas; comparecencias hinchadas de falso amor propio; intercambios de reproches, de censuras, de condenas, de alaridos; cantos de martirio, filípicas, cohonestaciones, representaciones, insultos y animaladas. Puro combate de apariencias; puro duelo de artificios, dobleces y disfraces; pura engañifa. La política valenciana, españolona, europoncia y mundialurria es una vorágine de imputaciones y contraimputaciones, de calumnias y contracalumnias, de medidas y contramedidas; un paroxismo de artificio verbal, de antioratoria en salvas, de zambombazos efectistas, de parola interminable y de cháchara frenética; un maremágnum de sofisterías, una discusión ruidosísima cuyo estruendo encubre las cuestiones importantes. Asombra que la prensa, el telediario, la sociedad en general sigan oyendo, analizando, tomando en consideración el fárrago insufrible de los políticos cuando son actores, individuos, entes que perdieron el prestigio hace un siglo, entre las dos guerras mundiales, al descubrirse que no eran tan responsables ni, en consecuencia, tan indispensables como parecían. Lo cuenta Stefan Zweig, el olvidado escritor austríaco, en su libro El mundo de ayer, donde analiza la desconfianza que invadió la sociedad —principios del siglo xx— ante la evidencia de que toda la épica belicista, toda la patriotería exacerbada, todo el idealismo con que se adornaba la primera guerra mundial era una patraña, un gran embuste al servicio de intereses ocultos. Aquella «generación desprevenida», como la llamó Zweig, caló pronto el garlito, y para la debacle segunda ya era inmune a las añagazas politicoides. «En 1939 —relata el autor de La lucha contra el demonio— no se tenía respeto por ningún hombre de estado, y nadie les confiaba de buena fe su destino». El aprecio de la cultura —la tuvieran o no—, la profundidad reflexiva —sin duda mayor que la de nuestros días— y el sentido común apartaron a los europeos de los políticos, un avance trascendental que hoy, dieciséis lustros después, lamentablemente, se ha malogrado. Volvemos a escuchar los cantos de sirena. Volvemos a darles crédito. «Podíamos cambiar el mundo y preferimos la teletienda», proclama Stephen King en Mientras escribo. Y Stephen King es ya setentón. De modo que poco, muy poco nos duró la clarividencia. Una década escasa; quizá dos en algún círculo especialmente cultivado. Pero a mediados de los cincuenta ya estábamos bogando, materialmente ahítos e intelectualmente anémicos, en la gabarra de Aqueronte. Vimos, a fuerza de muerte y atrocidades, la hilaza, pero no escarmentamos. Nos la volvieron a jugar; y hoy, apantallados, amodorrados, atiborrados de propaganda, seguimos escuchando en las noticias, en los debates y en las tambarrias electorales el jollín, el marrajeo y las bernardinas de un hatajo de figurones; seguimos dando pábulo a la gresca y la zumba que arman; y creyendo, por enésima vez, que nos van a solucionar algo, cuando lo cierto —lo supimos ya en el siglo pasado— es que nos iría mejor sin ellos y, por consiguiente, sin el inútil y aparatosísimo andamiaje burocrático, adosado a la estructura burocrática normal y cargado a nuestra espalda, que da cobijo a su trile, a su aquelarre, a su parasitismo, a su inquina y a su inepcia. Somos de nuevo, pero esta vez por ignorancia y embotamiento, la masa crédula e infantil que se dejó arrastrar a la guerra en 1914; aquella sociedad que «sentía un gran respeto hacia el juicio y honradez de los ministros, los diplomáticos, los gobernantes» [Zweig], pero con el tremendo baldón de que la historia se repite y no nos enteramos, con el vergonzoso estigma de que los ciudadanos de 1918, escaldados por la sangre y las penalidades, dejaron de creer en «la probidad o, al menos, en la competencia del propio gobierno», mientras que nosotros, postmodernos y ultraexperimentados ciudadanos del siglo xxi, estamos in albis. No nos arrastrarán a la guerra —esperemos—, pero han recuperado, gracias a nuestra dejadez y nuestra desmemoria, una ventaja perdida: nuestra consideración, atención y acatamiento. Falta poco para que nos inflijan la última humillación, el último latigazo, la befa postrera, que será eliminar el dinero en metálico. A partir de ahí rumiaremos como cerdos las algarrobas de sus acusaciones y desmentidos; no exigiremos nunca echar una ojeada, siquiera pequeña, entre bastidores; y menos todavía nos pasará por la cabeza, en plena borrachera de serie y cuento chino, lo bien que funcionaría todo sin su gravosa intervención.