Toda la tecnificación avanzada del Big Data, en el horno a 180 grados del trinquet de Sagunt, entre abanicos y apuestas, el «win predictor» habría dado a Paco Genovés sobre Álvaro un porcentaje de victoria tan insignificante como el que disponía Rafa Nadal (4%) para desmontar cada robótico revés de Medveved. Para comprender estas remontadas y llegar a su raíz son más útiles los adjetivos, la retórica, que los datos. Toca acudir a los clásicos. «El alma, el espíritu, el genio», relataba hace 27 años mi compañero Alberto Soldado en «la partida del segle». Con 45-55 y cuatro juegos consecutivos ganados por el joven Álvaro, «apareció ese embrujo, esa gracia divina, esa mano celestial que sólo tienen el privilegio de gozarla quienes, como él, son algo más que hombres. Los griegos tenían razón. Existen los dioses, que no vemos ni tocamos. Y existen los mitos, que no son dioses, pero casi»

Llevada al fútbol, la experiencia, conocer en toda su inmensidad el oficio, se codifica en momentos tan indetectables como una charla con el árbitro en el túnel de vestuarios, como una mirada sostenida al travieso extremo rival que ha intentado un caño sobre, por ejemplo, un lateral izquierdo italiano que vino de la Roma superando ya la treintena. Son los consejos de Luis Aragonés en 2008 a un grupo de fantásticos peloteros, que controlaban todos los resortes tácticos y técnicos, pero desconocían la profundidad del alma del juego. Nunca olvidaremos San Siro con los 33 añazos del crepuscular Effenberg tractoreando el centro del campo en la final de Champions de 2001. Quizá no levantamos aquella copa por el respeto reverencial que infundía aquel ogro rubio con la cara enrojecida durante 120 minutos. También con 33 primaveras, el capitán charrúa Obdulio Varela, el Negro Jefe, fue capaz de mandar callar a 200.000 brasileños gritones en Maracaná, en 1950. Los speakers rivales anunciaban con sorna que salía a batear «el viejo y lento Babe Ruth», antes de que el mito de los Yankees, con una prominente barriga, mandase la pelota fuera del campo, como toda la vida. No es este artículo una proclama arqueológica. «Justo ahora estoy disfrutando de mi oficio», repite Parejo, mirando a infiernos pasados. «Cada día disfruto más jugando al fútbol», tuiteaba Modric hace un par de semanas. En septiembre cumplirá los 37 en ese club tan acaparador de arte caro como el Madrid.

Peter Lim ha rejuvenecido el Valencia con una lógica que, observando los 967 millones entre compras y ventas en siete años, induce a pensar en la motivación de fabricar y vender cracks en potencia. Pero ignora un matiz básico. Para que esas promesas aceleren su crecimiento no debes soltarlas a su suerte en un Wanda Metropolitano rugiendo remontadas, sino rodearles en el día a día de compañeros expertos, que asuman la presión en noches de vértigo, que ejerzan de contrapesos emocionales. Mendieta no aprendió solo. Entrenó con Fernando, Robert, Djukic o Milla, antes de marcar goles «realmente increíbles». El oficio. Lo denunció Gracia, lo repite como un mantra Bordalás. El debate se centra en la edad, pero olvidamos el carácter. La personalidad no siempre van conectada con el DNI, pero a veces no son bien vistos, al suponer una amenaza sobre liderazgos con pies de barro. Así, Juan Soler se quiso hacer respetar apartando a Cañizares, Albelda y Angulo en 2008, con un resultado nefasto. Parte de ese recelo explica el desmantelamiento posterior a 2019. Aunque no es una conducta exclusiva de inversores. También muchos cuerpos técnicos prefieren grupos humanos domesticables, sin aristas caracteriales. Pero luego buscamos a aquel veterano que dio cuatro gritos en el descanso en aquella final.

Todo será más fácil si, antes o después, el Valencia obedece al fútbol de siempre. «Al alma, al espíritu, al genio», a asistir a las últimas grandes noches de emblemas, como Baraja en aquella semifinal de Copa ante el Barcelona de 2008, aunque en su biografía se exalte el doblete. Es fútbol y es vida. Es esperar a la última de Clint Eastwood entre estrenos de Marvel, es Sophia Loren ganando seis décadas después el David de Donatello, interpretando con 85 años a una superviviente del Holocausto en «La vida por delante».