Que la Iglesia considera la pederastia, no solo un error de conducta, sino algo inadmisible, es un hecho. Que en este campo la tolerancia es cero, es un hecho. Que incluso entregue al brazo secular –a la justicia civil- a los mismos clérigos, es un hecho. Que excluya de la condición de clérigo a quien tiene una conducta pervertida, es un hecho. Que reciba a las víctimas y sus familiares, y las escuche -el propio Romano Pontífice en el mismo Vaticano-, es un hecho (varias veces verificado). Que haya decidido la exclusión de los verdugos y la aceptación de las víctimas, es un hecho. Que lamente profundamente no haber sido contundente desde el principio, es un hecho. Que haya indemnizado, hasta la quiebra económica en algunas diócesis, es un hecho. Que haya actuado contra sí misma, en cuanto institución, por no haber vigilado y traicionado en su esencia el mensaje cristiano, es un hecho. En fin, que la Iglesia haya manifestado públicamente su horror y su vergüenza ante tamaño escándalo, es un hecho. La Iglesia no puede subsistir en la mentira: sería su desintegración.

 Y frente a los hechos algunos oponen palabras. ¿Acaso no hay, por desgracia, bastantes en nuestra sociedad que han actuado de una manera ignominiosa? ¿No hay depredadores sexuales que roban la infancia? Sí; y muchos para nuestra desgracia: maestros, educadores, entrenadores deportivos, e incluso padres y familiares allegados; también de instituciones públicas. Está a la vista de todos: no hay mes (e incluso semana) que no haya una condena ante los tribunales valencianos sobre esta lacra social.

 

Y uno podría preguntar ¿aparte de las palabras, dónde están los hechos? ¿Quién asume responsabilidades? ¿Qué autoridad recibe a las víctimas y llora con ellas? Cuando recientemente el Sindic alerta de que 175 menores, bajo la tutela de la Generalitat, han sufrido abusos sexuales, aparte de palabras, ¿qué se ha hecho?: un galimatías de “y tú más” en ese gallinero en que se convierten, a veces, los parlamentos.

 

Claro que hay palabras, pero no hechos. Esta es la diferencia. Ciertamente la inmensa mayoría de clérigos y obispos no han tenido nada que ver con esos crímenes, son inocentes; pero han visto, quizá con ingenuidad, cómo les llovían las bombas de racimo sobre sus cabezas. Sin embargo, han asumido la cuestión como algo propio, han dado la cara, no se han escaqueado; y se han reunido con las víctimas para llorar juntos y para decirles que la amargura del mal sufrido no tiene la última palabra. Ciertamente, un solo caso para la Iglesia ya es demasiado; pero no se debe ajustar cuentas con un colectivo que de pronto descubre con horror que algún miembro descerebrado ha actuado, no solo al margen, sino en contra de la institución. Que sea juzgado el culpable, pero no todos los demás, que son inocentes.