El triángulo de la cultura, la política y la sociedad no va cargado de buenas vibraciones, por lo menos en España. A diferencia de lo que sucede en Gran Bretaña o Francia —ahí quedó el homenaje nacional al actor Jean Paul Belmondo al fallecer— las relaciones entre los vértices de este triángulo son manifiestamente mejorables. Habida cuenta de lo que perdemos con este estado de cosas sorprende las pocas voces que reclaman o proponen un cambio de dirección.

Metidos en ese triángulo, el Benifest 2022 ha originado un enfrentamiento entre los fans de las tres finalistas, algunos lideres políticos y un sinfín de personas en uso de la redes sociales que ha pasado como un tsunami por la cultura española y ha ido más allá.

Benifest elige al representante español en Eurovisión y eso lo convierte en una competición en la que se mueven unos cuantos manojos de intereses. La no muy hábil —o no bien explicada o las dos cosas a la vez— fórmula de RTVE para «sumar» el voto popular y el voto de los jurados desató una oleada de comentarios negativos desde el minuto uno. Y alcanzaron de lleno a las dos solistas y al trío que habían llegado a la gran final. Los partidarios de las dos finalistas perdedoras llevaron su libre ejercicio del «dislike» a límites extenuantes sacando de madre la valoración estética, musical o profesional.

Dos líderes políticos entraron en la polémica y llevaron la canción de Rigoberta Bandini a la posición de cada uno en la particular «guerra cultural española». Para Irene Montero, con «el poder de las tetas» Rigoberta ha regalado a las mujeres «un bonito lema feminista». El líder de Vox, Santiago Abascal se permitió el chascarrillo: «ahora resulta que no nos gustan las tetas…pero sí es lo que más nos gusta desde pequeñitos».

El cruce de «likes/dislikes» en las redes se transformó en polémica y degeneró en bronca con las pantallas ardientes de insultos, vejaciones y amenazas. RTVE anunció que el consejo de administración pediría una explicación y, después, aprovechó el programa Claves del siglo XXI para situar lo sucedido en la progresión alarmante de «los discursos del odio» que llevan, según repetía el presentador, al incremento de los delitos de odio.

En el fragor de la bronca han pasado sin pena ni gloria dos hechos muy reveladores de lo que es una punzante necesidad: la defensa activa, informada y actual de la cultura por los protagonistas y las instituciones que la hacen.

El primero es la hermosa expresión de solidaridad, camaradería y buen rollo que se han dedicado las cinco mujeres finalistas. Tanto Rigoberta Bandini como las Tanxugueiras han dejado claro que ellas están «a muerte» con Chanel. Que la consideran una ganadora legítima entre otras cosas por el enorme trabajo de la cantante hispanocubana y sus bailarines con un reggeton discutible (mucho inglés y mucha rudeza) pero defendido con gran profesionalidad.

El segundo es el borrado de la idea de que Eurovisión, guste más o menos, es una de las citas anuales para la industria musical de los países europeos, y que hay mucho en juego también para el prestigio o la imagen cultural de las naciones participantes. Convendría cuidarlo bastante más.

Durante los interminables meses de la reclusión por la pandemia, hubo un movimiento en todo Occidente (desde Buenos Aires a Estocolmo pasando por Nueva York) que ponía en valor y enfatizaba el efecto curativo, restaurador, consolador y resiliente de la cultura. En la Unión Europea esto ya forma parte de un movimiento más amplio para hacer ver a las instituciones y a la sociedad la carga positiva que la cultura tiene para las personas, las comunidades y las naciones.

El discurso del odio no es una maldición del cielo, ni un producto de la acción humana tan complicado de combatir como el calentamiento global. Es un hecho social con causas bien conocidas y remedios identificables aunque no fáciles de aplicar.

Una conducta más generosa de los lideres con la sociedad —con su conjunto no solo con una parte—, un control más atento y menos «monetarista» de la perniciosa filosofía del «like/dislike» en las redes sociales y su barra libre para decir de todo. Y una presencia de los responsables de las instituciones en los foros públicos también cuando pintan duras y no maduras. Son sólo tres de los remedios que desenrarecerían una atmósfera muy contaminada, sí, por el desprecio y el odio.

En mi modesta opinión, una manifestación repetida, cotidiana, inteligentemente proyectada de la solidaridad y la camaradería entre los creadores y los profesionales de la cultura podría llegar a ser la auténtica palanca para ese cambio. Chanel, Tanxugueiras y Rigoberta Bandini lo han dejado claro; ellas ya lo hacen. Y merecen un saludo de admiración: ¡Chapeau, chicas!