Parece que la crisis secesionista catalana cambió el panorama político español de manera más duradera de lo que algunos pensaban. El procés acabó con el largo ciclo electoral que se abrió con la crisis financiera de 2007 y que tuvo su plasmación más evidente en las elecciones generales de 2015/2016, con la aparición de nuevas fuerzas políticas que desafiaban al bipartidismo tradicional: Podemos crecía a expensas del PSOE y Ciudadanos hacía lo propio con el PP. La política, por aquel entonces, hablaba sobre todo el lenguaje de la economía y los programas electorales de todos los partidos se poblaban de promesas para combatir paro, desigualdad económica y corrupción. VOX, creado a finales de 2013, intentó jugar sus bazas en ese tablero de juego electoral, pero sin demasiado éxito: obtuvieron 57.733 votos en diciembre de 2015, que se redujeron a 46.781 medio año después. Apenas un 0,2%.

Pero llegó el 1 de octubre de 2017 y el orden de las prioridades políticas de los españoles cambió radicalmente: los conflictos identitarios sustituyeron a las disputas economicistas, toda vez que los efectos de la crisis parecían amainar. Fue entonces cuando el acendrado españolismo de VOX, que tan pocos réditos le había dado tan solo dos años antes —cuando la recentralización del Estado para evitar el «despilfarro» autonómico era su medida estrella para revertir la crisis—, encontró un inusitado respaldo electoral que empezó a atisbarse en las andaluzas de 2018 y se confirmó en la repetición de las generales de noviembre de 2019, cuando cooptó a Ciudadanos situándose como tercera fuerza parlamentaria, con 3.656.979 votos, un 15,21%. Eso, para el PP, comportaba un cambio de adversario en su espacio electoral, no su desaparición.

Poco más de dos años después de todo aquello, el presidente de la Castilla y León ha disuelto su gobierno de coalición con Ciudadanos y convocado elecciones anticipadas. Desde 2019, y todavía más desde el desatino de la moción de censura en Murcia, Ciudadanos es un partido en —lenta— descomposición interna y electoral. Resulta evidente, porque ni el PP ni Mañueco se han esforzado mucho en ocultarlo, que los populares pretenden con este adelanto repetir lo sucedido en las elecciones madrileñas en las que Ayuso arrasó: fagocitar al electorado de Ciudadanos, minimizando a la vez el espacio electoral de VOX. Por eso no se cansan de pedir un apoyo mayoritario que les permita gobernar en solitario, contando sólo con apoyos puntuales y, sobre todo, externos de VOX. Pero Mañueco no es Ayuso. Ni el ecosistema político castellano-leonés es el madrileño. Las encuestas detectan fallos en la estrategia del PP que podrían resultarle a la larga muy costosos, si no letales. Especialmente para las aspiraciones de Casado, que busca asentar un liderazgo muy cuestionado y allanar su desembarco en La Moncloa. Aunque no hay que olvidar que los resultados penden del hilo de un 20% del electorado aún indeciso.

Y lo que detectan todas las encuestas, tanto las sesgadas en un sentido como en su contrario, es que VOX, lejos de amilanarse electoralmente ante el toque de retreta de los populares en favor del voto útil, crece. Para empezar, porque también él se beneficia de la transferencia de voto de Ciudadanos e, incluso, de votantes del PP. Cosa que se explica porque el propio PP ha planteado estas elecciones en clave estatal, como una enmienda a la totalidad a Pedro Sánchez, lo cual puede parecer lógico en una Comunidad con un muy débil sentido autonomista: la mayoría de sus habitantes, un 35,8%, se muestra partidario de un estado con un único gobierno central sin autonomías. Pero eso es justo lo que defiende VOX con más ahínco, ya desde 2015.

En definitiva, el PP corre el riesgo de que estas elecciones se acaben pareciendo más a las catalanas que a las madrileñas de 2021. No acabará, evidentemente, en la insignificancia política, como le sucedió en Catalunya: ninguna encuesta —la del CIS es casi la única excepción— le discute el primer puesto. Pero en las elecciones al Parlament VOX cuadriplicó los resultados del PP y también aquellas elecciones tenían una importante lectura nacional. Ahora las prospectivas electorales indican que Mañueco necesitará a VOX para conseguir la mayoría absoluta y Abascal no se cansa de repetir que esta vez no habrá cheque en blanco: como mínimo condicionarán su agenda política con temas tan espinosos como los derechos LGTBI+, el aborto, la eutanasia o el pin parental. Es decir que el de Castilla y León puede ser el primer gobierno de coalición entre PP y VOX, con políticas que ayudarían a mantener movilizado al electorado de izquierda en las cruciales elecciones generales de 2023. Justo lo que le interesa al PSOE y lo que el PP pretende evitar a toda costa.

Contemplado con displicencia por los dirigentes del PP cuando apareció en 2013, con desdén en 2015 y 2016 ante su irrelevancia electoral y con cierta aprensión, siempre teñida de condescendencia, desde su consolidación en 2019, el PP no sabe qué hacer para desprenderse de la sombra de VOX, que le persigue desde que muchos de sus antiguos electores consideraran que la respuesta de Mariano Rajoy al desafío independentista fue tibia y demasiado procedimental. Y es que, como la de los cipreses, para los populares la sombra de VOX también es alargada. Cada vez más.