La recogida de firmas, denunciando la exclusión de las personas mayores causada por la digitalización de las entidades bancarias, ha logrado en pocos días más de 600.000 adhesiones. Una rápida transmisión, liderada por el valenciano Carlos San Juan, en torno a un objetivo: el respeto a la dignidad de quienes quedan fuera de los circuitos financieros tras los cambios introducidos por la banca.

El desconocimiento de Internet no es el único motivo. Si algunos cambiaran el sillón por la apertura de ventanas, siguiendo el sabio consejo del escritor y catedrático de Economía José Luis Sampedro, advertirían que una parte importante de los mayores no puede permitirse la adquisición de un ordenador ni el pago del acceso a la red. Podrían conocer la elevada proporción de personas que superan los 75 años y viven solas. Se sorprenderían ante la cantidad de gente que ha perdido la funcionalidad de escribir y leer, así como la capacidad de comprensión necesaria para el uso de Internet o de las pantallas de los cajeros.

Este conjunto de realidades no agota las barreras entre los mayores y la transformación bancaria. Basta pasar a media mañana por algunas sucursales para comprobar la formación de colas a la espera de una atención presencial que apenas se presta unas pocas horas, añadiendo al cansancio de la espera la tensión del horario. Es suficiente con acceder a las oficinas para atestiguar que, salvo en las centrales, el número de trabajadores más común es de tres o cuatro: empleados agobiados por la acumulación de impaciencia a las puertas de su oficina y por sus obligaciones diarias: caja, domiciliaciones, recarga de los cajeros, contratación de tarjetas de crédito, resolución de errores, recepción de solicitantes de nuevas cuentas, petición de préstamos y de divisas; transferencias internacionales, expedición de informes, intervención de las operaciones, respuesta a mensajes de correo electrónico, control inicial de posibles operaciones de blanqueo, consultas de otras sucursales y órganos de la entidad bancaria...Y suma y sigue.

Lo expuesto es lo que se encuentra a pie de calle. La misma calle que se pregunta cómo se permite este tipo de cosas: ¿tienen algo que decir el Banco de España y las administraciones protectoras de los consumidores y usuarios? Cuestión a la que se añade si resulta equilibrado que la drástica reducción de trabajadores bancarios, -y la consiguiente minoración de costes laborales-, se transmute en: a) obligaciones y restricciones que recaen sobre los clientes y b) la aplicación de nuevas comisiones, incluida la que pena los reintegros, por caja, del dinero del impositor: una maravillosa combinación que ha contribuido a que 2021 haya sido el ejercicio en el que la gran banca ha obtenido sus mayores beneficios desde la pasada crisis de 2008. Mientras, es el dinero de los contribuyentes el que carga con la instalación de cajeros automáticos en los pequeños municipios.

Algunos querrán minimizar las circunstancias expuestas implantando medidas low cost que permitan sortear el temporal hasta que amaine. No en vano, nos encontramos ante un sector con un blindaje opinático de gran altura. Pero acaso convenga más, a las entidades y sus estrategas, intensificar el alcance de sus luces largas. La digitalización también puede convertirse en una pesadilla para el sector financiero tradicional al reducir las barreras de acceso al negocio o, de momento, a algunos de sus nichos. El usuario de los bancos pasará a estar cortejado por cientos de competidores que, aprovechando sus economías de redes y especialización, arañarán clientes y beneficios. Cuando se complete la Unión Bancaria Europea y se integre plenamente el mercado financiero de la Unión, se necesitará algo más que tamaño y liofilización de costes para soportar el vendaval competitivo.

Habrá quien crea que, frente a lo anterior, los bancos españoles deben limitarse a la estrategia de resistir, profundizando la actual reestructuración de su modelo de negocio hasta sus últimas consecuencias, caiga quien caiga. Pero también cabe que se considere la fidelización de la mayor parte posible de la clientela como factor clave para afrontar las andanadas de las fintech y que, para ello, se aprenda de un pasado nada lejano en el que se extendieron las raíces del desprestigio: aquél en el que la gente no entendió los desahucios bancarios de familias sin techo alternativo cuando, simultáneamente, se producía el rescate de parte del sector con dinero que, al final, era de todos. Una opinión pública que, ahora, tampoco comprende que la gente mayor sea tratada como un problema y no como una oportunidad, cuando integra a una clientela que crece demográficamente, es ahorradora y se mantiene fiel a su banco de siempre. Un estado de ánimo social que bien merece la reducción, en un pequeño porcentaje, de los beneficios y bonus anuales de los bancos: el prestigio y la sensibilidad social que lo anima también cotizan a corto y largo plazo.

Y, siendo coherentes, que pongan sus barbas a remojar los sectores de las administraciones y de diversas actividades privadas, que se han apresurado a poner pantallas de separación entre sus servicios y la ciudadanía, porque hay bytes que ni modernizan ni afaman; por ejemplo, el «inténtelo más tarde» de webs y teléfonos: la versión moderna del «vuelva usted mañana».