Mucho han cambiado las cosas en los doscientos años que acumula el movimiento obrero organizado. No bastante, a lo largo de esa agitada historia, el sindicalismo ha mantenido ciertas señas de identidad sin las cuales resultaría difícil explicar su razón de ser. Entre esos principios básicos, ninguno tan claro como su pertenencia a una clase social, a la clase trabajadora. El sindicato surge como herramienta para organizar a los obreros en su lucha contra la patronal en defensa de los derechos y demandas de quienes constituyen la fuerza de trabajo. Son, por tanto, los intereses del trabajador y del empresario contrapuestos e irreconciliables.

En estos dos siglos el sindicalismo ha dejado infinidad de hitos históricos en la conquista de mejoras salariales y sociales para la clase trabajadora y también multitud de páginas escritas con la sangre y el dolor que miles de víctimas dejaron en las luchas por un mundo más justo. Las huelgas, los despidos, la represión y la persecución sindical se han sucedido hasta nuestros días. Pero gracias a esos esfuerzos colectivos el trabajo infantil, las jornadas extenuantes o las instalaciones insalubres han desaparecido de las sociedades industrializadas.

El capital ha sabido ingeniárselas para seguir obteniendo beneficios con independencia de que tuviera que hacer algunas concesiones al proletariado, de tal forma que la implantación de mejoras salariales, seguridad social, vacaciones o reducción de horas de trabajo no ha interferido en los resultados positivos de las empresas. Esas ganancias siguen aumentando en la actualidad gracias a la introducción de avances técnicos e informáticos en todo tipo de actividades, lo que podría ser aprovechado para seguir acortando la jornada laboral y mejorando las condiciones de los trabajadores y sus familias.

Todo lo anterior, que ya es historia irrebatible, se pone en tela de juicio en los últimos tiempos merced a las tácticas del sistema para hacer olvidar a las clases explotadas su verdadera condición. El individualismo y el consumismo que nos dominan crean en las conciencias la falsa idea de que los de abajo también somos clase media y, con un poco de suerte y mucho esfuerzo, podemos ascender en solitario en la escala social.

La pérdida de la identidad de clase, unida a dramas como el paro y la precariedad laboral, obligan a los trabajadores a deambular de un empleo temporal a otro sin tener ocasión de integrarse en plantillas estables ni mucho menos de participar activamente en luchas obreras. El sindicalismo de clase vive sus horas bajas y el empresariado aprovecha para imponer sucesivas vueltas de tuerca a los ya mermados derechos de los trabajadores. Demasiado atrás quedaron las huelgas imbatibles, las asambleas multitudinarias y la solidaridad con quienes luchan. Salvo honrosas excepciones, la minoría que se afilia a un sindicato lo hace como si se apuntara a una compañía de seguros.

No es extraño que tal y como está el patio sindical puedan darse situaciones como las que nos ofrece el caso de la Ford, donde la mayoría de su Comité ha entrado al juego tramado por la empresa, que consiste en enfrentar a los trabajadores de Almussafes con los de Saarlouis para ver quiénes están dispuestos a recortar más sus derechos y condiciones de trabajo, para así tener mejores opciones de quedarse con la producción de coches eléctricos.

Las promesas de un futuro estable y casi idílico son tan viejas como la factoría valenciana, ya que cada vez que se ha producido un cambio de modelo la dirección ha pretendido arrancar alguna renuncia de la plantilla para asegurar esas inversiones. Pasados algunos años, el futuro se tornaba tan incierto como al principio y nuevos sacrificios se hacían imprescindibles. Así se han empeorado condiciones económicas (sobre todo para los nuevos contratados) y derechos adquiridos (vacaciones en verano, comedores, pausas, etc.)

Como era previsible llega este momento en que la multinacional amenaza con cerrar la fábrica donde sus trabajadores se muestren menos decididos a tirar por la borda los derechos que tanto costó conseguir. Lo que no dice Ford Motor Co. es que ya ha cerrado instalaciones donde sus empleados también estaban dispuestos a negociar (Bélgica, Francia y Brasil, por ejemplo).

Los temores de la plantilla son comprensibles, lo que tiene menos justificación es que un sindicato, con 135 años de historia, entre al trapo y se vaya a Alemania -sin consultar a la plantilla o al resto de sindicatos- a poner a los pies de la dirección los recortes que sean necesarios para superar a los colegas de Saarlouis que, dicho sea de paso, pertenecen a un sindicato hermano del de aquí, que ha olvidado su antigua condición de clase, el internacionalismo y otros lastres para cualquier agente social que aspire al reconocimiento de capital y estado.