Crecí siendo feliz en una zona muy pobre de la India rural. De niños y niñas somos así, nos acogemos a la alegría y al juego, al lado bueno de la vida. La infancia es una semilla que crece, y de manera natural fui interiorizando que lo que hacían mis padres, Vicente Ferrer y Anna Ferrer, y todos nuestros amigos y amigas de Anantapur era buscar la justicia social. En ese propósito encontraron su felicidad y yo también he encontrado la mía.

Junto a toda esa gente de mi entorno hemos ido convirtiendo las malas hierbas en tierra fértil, la resignación en unión y la pobreza en transformación. Este 20 de febrero, Día Mundial de la Justicia Social, celebramos que muchas cosas han cambiado sin olvidarnos de reivindicar todo lo que queda por hacer.

La pandemia de covid-19 ha conectado al mundo, por si alguien aún creía que no lo estaba. Lo que les ocurre a los que están al otro lado nos puede pasar a nosotros, donde quiera que estemos, en cualquier momento. No tiene sentido hablar de primer, segundo ni tercer mundo. Las fronteras son una delimitación geográfica y política real, pero una entelequia si hablamos en términos humanísticos. Nunca deberían ser una excusa para mirar a otro lado.

Me gustaría dedicar este día a todas las ONG y, sobre todo, a todas las personas que confían en nosotros para canalizar sus inquietudes solidarias. Se están posicionando, se están movilizando, son parte de la acción imprescindible para erradicar las desigualdades. Y esa voz encuentra siempre el eco en los que están al otro lado del mundo, que agradecen que les saquen del olvido y que puedan contar con una mano amiga que se preocupa por su sufrimiento, su pobreza, su explotación, discriminación o persecución.  Por eso, la justicia social no es un concepto reciente que haya patentado ningún organismo internacional, sino el que da nombre a nuestra perspectiva individual sobre la colectividad y los valores humanos que compartimos.